I
—No puedo mover mis piernas.
—Dejate de macanas. Apurá.
El fuego que encendieron en el cerro se retuerce hacia arriba, sus llamas alcanzan la altura de un hombre.
—¡De verdad! ¡No puedo mover mis piernas! —grita el Lucho, asustado—. ¡Ayudame!
El calor es cada vez más fuerte a medida que el fuego se acerca a ellos.
—Movete de una vez. Ya no se puede apagar —dice don Jaime mientras se mueve apurado para recoger sus cosas—. Este viento de mierda nos ha jodido.
—¡Ya pues, ayudame! ¡No me puedo mover!
Don Jaime da media vuelta y se acerca a su amigo. Lo agarra del brazo flaco y tira de él con violencia, no sólo para jalarlo, sino también para lastimarlo. Pero, a pesar de que el Lucho es delgado, no consigue moverlo. Sus pies no ceden ni un centímetro.
Extrañado, don Jaime aprieta el brazo de su amigo, hundiéndole los dedos en la carne, y jala de nuevo. Es un hombre robusto y lo sabe. Es la primera vez que duda de su propia fuerza. Lo intenta una vez más. Su amigo suelta un quejido de dolor, pero sus pies no se mueven. Don Jaime lo agarra con ambas manos y jala echando todo su peso hacia atrás, pero no funciona.
—Ya pues —dice—. ¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo?
—¡Nada! —responde el Lucho—. ¡No soy yo!
Don Jaime se queda quieto durante unos segundos, mirando alarmado a su amigo mientras éste se retuerce de la cintura para arriba. Se pasa una mano por la frente sudada, acomodando hacia atrás su cabello oscuro. Nota el esfuerzo enorme que hace el Lucho, pero sus piernas no se mueven en lo absoluto. Parecen troncos muy firmes, estacas clavadas en la tierra. Ni siquiera vibran con el movimiento del resto del cuerpo.
Ahora el fuego se expande rápido hacia los costados, quemando todas las espigas y matorrales secos que encuentra a su paso, abriéndose como una media luna que amenaza con atraparlos. Cada vez está más cerca. El calor es insoportable. Los dos hombres sudan. La ceniza y el humo se adhieren a la piel empapada.
—¡Por favor, ayudame! —La voz del Lucho está cargada de miedo y desesperación. Pero sus ojos desorbitados son un ruego todavía más espantoso que sus palabras—. ¡No me puedo mover!
Don Jaime agarra con firmeza los dos brazos de su amigo y jala hacia atrás con todas sus fuerzas, trata de lanzarse de espaldas al suelo para hacerlo caer con él. Nada. Es como intentar arrastrar un camión cargado.
Lo suelta. Mueve la cabeza, negando.
—No se puede. Es imposible. —Lo mira con miedo—. Parece que te hubieran clavado a la tierra.
—¡Agarrá la pala, rápido! ¡Cavá un hueco debajo de mis pies!
Lo mira sorprendido. A don Jaime jamás se le hubiera ocurrido algo así. Corre a buscar la pala y regresa aún más rápido. Golpea para clavarla en el suelo, cerca de los pies del Lucho, pero el metal rebota como si hubiera dado contra una roca.
Aturdido, golpea de nuevo, esta vez un poco más lejos, esta vez con todas sus fuerzas.
Nada.
—No puede ser.
—¡De nuevo! ¡Tratá de nuevo!
Camina hasta el otro lado y prueba otra vez. Lo mismo. Ni siquiera se suelta un poco de tierra. Lo intenta de nuevo, con violencia. No logra hacer ni una muesca en el suelo, pero esta vez la pala rebota y golpea el tobillo de su amigo. El Lucho grita de dolor, pero su pierna sigue quieta, no cede ni un milímetro.
El fuego ya está demasiado cerca. El viento es más fuerte y ahora lo empuja hacia ellos. Avanza rápido, precedido por un manto de humo espeso.
Los pocos árboles que hay a su alrededor ya están en llamas. Silban mientras la savia hierve en su interior. Puede escucharlos incluso a pesar del rugido del fuego. Los árboles lanzan chillidos en medio del crepitar de todo lo que arde.
Apenas pueden respirar. Tosen. El calor es insoportable, les quema la piel.
—No puedo —dice don Jaime—, no te puedo ayudar. Perdoname.
Le entrega la pala.
—¡No! ¡¿Qué estás haciendo?!
—Perdoname, por favor.
Retrocede unos pasos, mirando con una mezcla de horror y lástima a su amigo. Luego su mirada se enfoca en el fuego. Tiene que escapar de esa bestia enorme y fuera de control. Da media vuelta y empieza a correr. Tiene que alejarse del cerro.
Don Jaime escucha los gritos desesperados mientras se aleja a toda prisa. Mira hacia atrás una sola vez, sin detenerse. Durante unos segundos todavía puede ver al Lucho, ahora diminuto, cada vez más lejos. Luego el humo lo envuelve del todo.
II
Al día siguiente lo ve en la televisión. Sale en las noticias sobre las quemas descontroladas en el Tunari.
Todo es blanco y negro contra el azul vibrante de un cielo sin nubes. En medio, una figura más oscura, inmóvil. Es el cadáver calcinado del Lucho, poco más que un esqueleto negro, todavía de pie en el cerro. Ni el equipo de bomberos ni los voluntarios pueden explicar lo ocurrido. Es imposible mover el cuerpo, dicen. Es como si estuviera clavado en la tierra, dicen, como si pesara una tonelada.
Don Jaime llora al escuchar que intentaron quebrarle las piernas a su amigo. Primero aplicando fuerza en la parte superior de su cuerpo, para hacer palanca, pero no funcionó. Luego a hachazos, pero tampoco sirvió de nada. Las herramientas rebotaban como si golpearan una roca.
Es imposible moverlo, dicen.
III
Un año después, en el aniversario de la muerte del Lucho, don Jaime decide visitar el cuerpo carbonizado por primera vez.
Camina subiendo al cerro, solo. Todo a su alrededor está teñido por el amarillo ocre del invierno.
Ve la figura negra a lo lejos y apura el paso.
Cuando llega, ve que a sus pies se juntan algunas cosas. Entiende que son ofrendas: botellas de agua, botecitos de alcohol, vasos de plástico ahora vacíos, baldes mugrientos, flores secas. Le cuesta creer que hayan convertido a su amigo en eso. Le da bronca, le parece absurdo que alguien le pida favores, milagros. Don Jaime jamás podrá considerarlo un santo, una animita. Él sabe lo que pasó. No podría olvidarlo. Sabe que el Lucho no es ningún santo; es una advertencia.
Patea algunas de las ofrendas. Con la mirada clavada en el piso, se acerca a su amigo y le habla:
—Perdoname, por favor. Perdoname.
Deja caer una mano pesada sobre su hombro negro. Una oleada de asco lo invade al sentir el contacto con ese cuerpo calcinado y reseco. Está caliente por todas las horas de sol. Don Jaime cierra los ojos y hace un esfuerzo para aguantar las ganas de vomitar que trepan por su garganta.
—Perdoname —dice una vez más—. No sabía qué más hacer. No podía hacer nada.
Presiona el hombro de su amigo. Trata de empujarlo, primero suave, luego con fuerza. No se mueve.
Baja la mano, resignado. Siente el impulso de limpiársela en el pantalón, pero lo frena la culpa.
Levanta los ojos y mira lo que alguna vez fue un rostro. Ahora es una mueca espantosa de carbón negro, sus dientes blancos y desnudos muerden el dolor para siempre.
Don Jaime desvía la mirada. No soporta que todavía sea capaz de reconocer esas facciones, no soporta saber que eso era su amigo. Sabe que nunca podrá borrar esa imagen de su mente. Sabe que lo va a atormentar por el resto de sus días.
Da media vuelta. Sabe que es temporada de chaqueo. Conviene estar lejos cuando comiencen los primeros fuegos.
* “Tunari” es parte del libro Un montón de pájaros muertos, escrito por G. Munckel y publicado por la editorial Nuevo Milenio. Esta obra compila historias sombrías donde lo extraordinario se entrelaza con lo cotidiano.