Así como me mira el gordo lo miro a él. Pensará que yo curioseaba las bolas a Francisco. Padre Francisco. Que tal vez se las cosquilleaba. Atrevido. Atorrante. Sólo dudé un instante de si abrazarme a sus pantorrillas desnudas o no. Fue no. Hay que verlo, no me baja su mirada pícara mientras vocifera indolente: ¨¡Del cerro nos parecía un higo descomunal!¨ ¿Habla por todos? Pero, ¿higo del ceibo? Porque el padre cuelga de un ceibo. Un ceibo en flor, además, cargado de gallitos colorados, de hojas muy verdes. El único en esta vasta colina próxima al fuerte. ¿Cómo diablos puede él confundir ceibo con higuera? Pero se nota pronto que es un payaso, porque mira a sus compañeros pasajeros del bus y dice suelto de cuerpo: ¨De cerca pensábamos que era una chola gorda¨. Qué risotada. Sí, de macho en manada. Los pasajeros sonríen, miran al ahorcado con burla. Atentos, absortos. Están cargados de mochilas. Manipulan celulares. Ya han perdido el espanto inicial, ahora es foto de aquí y foto de allá. Inclusive se atreven, observando expertos la posición del sol matutino, intentar girar a padre Francisco de norte a este, retorciendo la soga. Carajo, irreverentes. Gente sin freno. Sin moral. Menos mal que el sargento Teodoro Hilaquita, que también reía, pero por lo bajo, de las ocurrencias del gordo, por fin se pone fuerte.
-Atrás, atrás. Nadie me lo toca. De la policía su cuerpo es.
Los intrépidos se detienen algo confundidos. Siempre cuesta un poco entender al colla en Samaipata. Su sintaxis quechua. Su dicción. Retroceden. Salen de la sombra del precioso árbol y se desconciertan porque el sol ya los aplasta contra el pasto. Les abre los poros y chorrean. Es primavera caliente. Buscan otra sombra que no existe en la ladera. Algunos, los más, retornan al bus. ¿Viajan de Santa Cruz a Cochabamba? Van a quedar bloqueados varias veces. Otros curiosean la piedra grande en sus inicios. Se animan, de a poco, a visitar la cima. Son los forzados turistas de estos días tumultuosos.
Hilaquita me mira cuando tuerce el cuello. Yo estoy parada junto a mi caballete, mochila y silla desplegable, apenas a medio metro de Francisco. De sus pies colgantes. De sus talones callosos. No me he movido desde que llegué hace media hora, ni siquiera para buscar al portero del fuerte. Primero me quedé observando las pobres sandalias franciscanas mientras se me abría la boca y se me arrebataban las piernas, sin comprender absolutamente nada. Después comencé a elevar la vista muy lentamente mientras se me arrebataba el corazón como caballo desbocado. De a poco me encontré con su rostro tan triste como amado. Apenas acallé con la mano un grito quebrado. Súbito. Un grito de espanto que reventó en mi pecho destrozando cualquier reacción. Mi padre Francisco con sus hermosos ojos castaños desorbitados. Mirándome. Apretando herméticamente los dientes. Si apenas anoche conversamos como tantas otras veces…
-¿Parientes eran?
Me pregunta Hilaquita. Por un fugaz momento me distraigo pensando que yo hubiera armado esa frase al revés. Qué frivolidad la mía. ¿Parientes? Claro, me pregunta porque seguramente nos veía ir juntos por las calles del pueblo. De la iglesia a mi casa. Al mismo pub. O almorzando por ahí, en el mercado, con los pobres. Con drogos perdidos. ¿Me pregunta por esa razón? ¿O acaso nos parecíamos físicamente? ¿Como parientes? No lo creo. Frunzo el ceño.
-Amigos, nada más. Europeos, los dos.
El gordo me mira con atención y se sonríe. Para ocultar la gruesa tripa viste una camisa propia de un hipopótamo adulto. Pero es mala facha. En su pantalón cabrían dos culos gordos. Abarcas de indio. Está sudado de todo el cuerpo. Qué fácil imaginar el asco de calzón, si es que lo tiene.
¿Qué le causa gracia en un momento como este?
Me mira sonriente, pero en un solo segundo advierto que ya no. Tiene los ojos negrísimos diría que escaneando a Francisco. De abajo arriba. Con prepotencia visual. Apenas ha dado un paso pequeño para hacerlo. Su fetidez golpea mi rostro. Yo la esquivo torciendo el cuello y llevándome la mano a la nariz.
El gordo gira meticulosamente alrededor de las piernas de Francisco. ¿Por qué lo hace? ¿Le estará permitido? El sargento Hilaquita lo mira y creo que se avergüenza. Cuando cruza su mirada con la mía está ruborizado. Pero el gordo continúa con lo suyo un buen rato. Luego observa contento el ceibo. Es precioso, verdad. Yo aprovecho su sombra para sentarme a pintar. Se me caen gallitos a la cabeza, a los hombros. Alfombran el pasto. La natura. Es mi observatorio de algunas partes del fuerte, de sus piedras. Del arranque de la Amazonía al frente. Del Chaco, atrás. Además, me dicen que está ubicado en pleno centro del mercado de ese entonces: chanés, quechua, chiriguano, español hasta el fin de la Colonia. ¿De qué año será mi ceibo? Me distraigo haciendo cálculos antojadizos. Me asusto cuando advierto que el gordo bruto me mira casi sin pestañear, enojado. Luego mira a Hilaquita.
-¿Hay médico forense en el pueblo?
¿Forense? Hilaquita lo mira incrédulo. Me da la impresión que quiere reír. ¿Para qué un médico forense si en el pueblo nunca pasa nada? Máximo algunos drogados, nada más. Nada que no pueda atender la doctora del centro de salud. Pero el gordo no afloja la dureza de su mirada al sargento. Hilaquita hace como que repiensa.
-No, a Santa Cruz tendríamos que llamar.
Yo hubiera dicho: “Tendríamos que llamar a Santa Cruz”. Pero queda claro que mi castellano es de aula. Seco. Sin chispa. Apenas como una muleta de aluminio para distancias cortas.
Los dos hombres piensan, pero me da la impresión que el sargento está a la espera de órdenes. El gordo cavila. Gruñe. Es un sesentón más propio de comedor popular que de oficina. Tiene cabellera hirsuta. Barba chola: cato aquí, cato allá. Me asusto cuando percibo que es inteligente.
-¿Me permite?
Toma mi mochila y la abre. Saca el rollo: Le déjeuner sur l`herbe, pero ni lo observa cuando lo extiende. ¿Qué podría decirle Monet a este salvaje? Lo deja a un lado, escarba: pinceles, botella con agua, potes de óleo y migas de pan. Parece decepcionado cuando devuelve todo a su lugar. Otra vez me arrebato cuando advierto su mirada detenida en mis manos. Sin pensarlo, las abro rápida. Le muestro ambas palmas. Avergonzada. Yo misma las miro sin querer. Él hace un gesto despectivo. Me da la espalda. Su camisa traspirada.
Entonces se dirige al sargento con camaradería de cuartel.
-Estás jodido, Hilaquita. No es suicidio, sino asesinato. Tienes nomás que llamar a Santa Cruz.
Yo estallo en llanto. Me llevo ambas manos al rostro para sostener este susto. ¿Por qué diablos esto? ¿Cómo pude ser tan ciega para no comprender la vida de Francisco? ¿Asesinato? ¿Por qué? ¿Acaso alguien del poblado? Pero, ¿por qué? Lloro y me tambaleo del cuerpo. Quizá el sargento me sienta en mi silla. Quizá el gordo (¡!) me pasa la mano de consuelo por la cabeza.
Lloro mientras ellos hablan.
-Todo está bloqueado, jefe, ¿para qué llamar? Ahorita están golpeando a los manifestantes, nadies me va a atender. Además, yo creo que es suicidio. Al cura todo el mundo lo quería…
-Asesinato, Hilaquita, por eso tiene abollada la cabeza. ¿Nada te han enseñado a ti? Eres paquito de esquina...
Teodoro Hilaquita, avergonzado, encoje y estira el cuello.
-Tal vez se cayó antes de awercarse…
Me destapo el rostro para mirar la escena. El gordo guarda silencio. A mí me parece que una inmensa burla baila en sus labios. “¿Awercarse? ¿Con papajara?” Casi de inmediato los dos ríen a carcajadas. Aquí no hay muerto. No les importa que los turistas del fuerte los observen. Que los pájaros huyan llevando la vergüenza. Poco falta para que el gordo se revuelque en el pasto, doblado de la risa. Mientras tanto algo ha sucedido porque Francisco me mira con ojos saltones. Los ojos que solían posarse en mí. Yo también lo miro y siento la tibieza de mis lágrimas en las mejillas. Me querías, ¿sí? Y yo a ti. Oh, Francisco amigo. Me pongo en pie y limpio de los bordillos de la sotana el pasto. Lo hago con mucha delicadeza y cariño. Alguna mariquita. Algo de arenisca. Me pongo de pie en la silla enclenque y le limpio la nuca de todo. Respondo a un impulso profundo y abrazo su cuerpo amado por la espalda. Es mi adiós para siempre.
Los hombres me observan. El sargento Hilaquita es tímido y disimula su rubor con un yuyo en la boca, pero el gordo me sale al encuentro, siempre con la mueca burlona. Me apresuro a bajarme de la silla. Quizá debí pensar primero y no dejarme guiar por el impulso. Estoy avergonzada.
-Su amigo… ¿dejó alguna carta?
Niego con la cabeza.
El gordo asiente. Cavila. Es inteligente y agresivo. Peligroso. Se trepa a la silla con cierta agilidad, las patas penetran el pasto. Observa la sotana y le pasa la yema de los dedos. Observa el hilo de la tela, al parecer. Acerca su nariz. Tiene los gestos de un especialista en algo, no logro entender. Trepa y se detiene en la nuca, una hostia pelada en medio de rizos. Parece acariciarla. Luego se observa las yemas con sumo cuidado. Se las frota en la palma. Por último, saca la lengua y se la lame, el asqueroso. Escupe cerca. ¿Acaso no lo sabía? Es sangre seca.
Baja de la silla enterrada y de inmediato escanea el pasto próximo. Me parece ansioso. ¿Huellas? ¿Rastros? A mí me da ganas de olvidar todo y reír de sus afanes tontos. Husmea. Olisquea. Es Sherlock Holmes boliviano. Se va de cuatro patas fuera del perímetro de la sombra. Continúa galopando en línea recta hacia la enorme piedra. Debido al calor, su imagen, cada vez más distante, más ennegrecida, se torna eléctrica.
El sargento Teodoro Hilaquita se rasca la cabeza, preocupado.
-Ni siquiera nadies ha de escuchar. De gana llamar. Todo el personal está entre dos fuegos. Cualquier rato, muertos vamos a tener.
No habla conmigo, habla con él mismo.
Se burla: -¡Venir de Santa Cruz por un cura colgado!
Pero yo asiento. El país ya está bloqueado. Por quienes en las ciudades denuncian fraude y por quienes defienden la victoria evista “gracias al voto rural”. Troncos de grandes árboles interrumpen la carretera hacia Santa Cruz y Cochabamba. Grandes rocas las del altiplano, desprendidas con dinamita. En las ciudades bloquean con pititas. Con llantas ardientes. Con turriles. En los barrios populares, evistas, revienta como pipoca la pólvora. También en poblados mineros. Que hubo fraude. Que hay golpe de Estado. Es inminente el enfrentamiento. Algunos miran las puertas de los cuarteles militares, pero están cerradas. ¿Se abrirán? La policía dispara granadas de gas, balines, y se ubica en medio de los beligerantes. Radios y televisores vociferan las últimas noticias. Yo escuché anoche que la policía pronto sería rebasada por todos.
-Llame, aunque ha de ser inútil. Sólo por dar gusto al atorrante. Nadie va a venir.
El sargento Hilaquita tarda en comprender que he hablado yo. Mira al cielo y gira el cuerpo. ¿Pensará que ha sido un loro? Cuando se detiene seco ante mis ojos, yo le sonrío. Se enciende como tomate.