Los productores agropecuarios bolivianos tienen enormes potencialidades para reducir la pobreza y crear riqueza, pero las intervenciones de un régimen que quiere “planificar la economía” y “manejar los mercados”, reducen sus libertades, les quitan potencia y generan grandes perjuicios. Veamos un poco:
La tierra está lejos de comercializarse libremente. En el occidente y tierras altas, la sobreprotección legal y las tradiciones culturales impiden las transacciones de tierras, frenando así el desarrollo de mercados, inversiones e innovación. En el oriente y tierras bajas, aunque existen muchas más transacciones, la política ha enseñado que el mejor modo de hacerse de tierras no es comprarlas, sino apoderarse de ellas o presionar para que el Gobierno las ceda en donación.
La tecnología agropecuaria está cambiando rápidamente. Sólo mencionaré el riego, las semillas, y los dispositivos electrónicos.
El riego es escaso. En Bolivia sólo 10% de las tierras bajo cultivo tiene riego, lo que condena a nuestra agricultura a una baja productividad. Se cree equivocadamente que el agua de riego es un “bien público” y que los sistemas de riego deben ser generados por el régimen, que limita así la emergencia de esquemas privados de riego.
La certificación de semillas de categorías altas es tardía e insuficiente. Hay que desarrollar certificadores privados, que puedan garantizar la calidad de las semillas sin pasar por los rituales del régimen. También se debe abrir de una buena vez las fronteras al ingreso de semillas modificadas genéticamente, que hace años están ingresando al país, sin que hasta ahora hayan aparecido los monstruos verdes ni las enfermedades deformantes anunciadas por los que se oponen a la modificación genética.
Se ha desarrollado una variedad de dispositivos electrónicos que pueden apoyar al agricultor. Pero para invertir en ellos, éste debe tener la seguridad de que podrá recuperar sus costos, cosa que no ocurrirá bajo un régimen que quiere reglamentar todas las actividades privadas.
El régimen ha prohibido o restringido las exportaciones si no hay previamente una certificación de “demanda interna satisfecha”. Es un absurdo pedir esa certificación a cultivos que han sido plantados para ser exportados. Igualmente perjudicial es la imposición de impuestos a la exportación agropecuaria, que ahora están en 18% para la soya y sus derivados y en 15% para otros productos como el maíz, el trigo y la carne. Las exportaciones deben ser libres y no gravadas con impuestos ni sujetas a condiciones arbitrarias, como ocurre actualmente.
Sobre todo, los productores necesitan precios libres, que son las mejores señales para que decidan qué producir y qué no. El régimen interfiere con los precios de varios insumos y productos finales. Justifica sus acciones diciendo que así evitará que los precios de los alimentos suban. Pero al subsidiar un producto se obliga a subsidiar otro, y luego sus insumos, y así abarca muchos más productos de los que pensaba inicialmente. Sería mejor que deje que los precios fluctúen libremente y que ahorre todo el dinero público que ahora emplea para distorsionar la economía.
También hay que mirar con suma desconfianza a las entidades estatales que participan en la comercialización o transformación de productos agropecuarios. El régimen ha establecido ya empresas monopólicas o cuasi monopólicas, que destruyen inversiones privadas acumuladas en años de trabajo, en nombre de la seguridad y soberanía alimentarias.
Por todos estos motivos, los trabajadores del agro, que en su mayoría son propietarios de su propia granja, deben romper sus vínculos con los enfoques intervencionistas y colectivistas que impiden su desarrollo y deben unirse firmemente en torno a un programa político que garantice el ejercicio de sus libertades. Y así deberían expresarlo en las próximas elecciones generales.
El autor integra la Plataforma Una Nueva Oportunidad