Agustín Laje congregó a más de mil asistentes en su conferencia del pasado sábado en Santa Cruz, dedicada a “la batalla cultural”. El conferencista argentino es coautor de El Libro negro de la nueva izquierda, junto con Nicolás Márquez, y responsable de su mitad más razonada o argumentada.
La “batalla cultural” se libra, según Laje, desde los neomarxismos surgidos desde los 60 a raíz de los trabajos de la Escuela de Fráncfort, primero negados por el marxismo ortodoxo soviético, y finalmente asumidos por nuevas corrientes de izquierda en las últimas décadas, ante el colapso del proletariado como “sujeto histórico de la revolución”.
Tamizadas por la teoría de Gramsci sobre la hegemonía, estas corrientes propugnan como nuevos sujetos revolucionarios a diversos “colectivos”, generalmente definidos por asuntos de etnia o género, encargados de protagonizar confrontaciones dialécticas que sustituyan a la vieja lucha de clases.
Agustín Laje considera que la derecha debe dejar de centrarse en la economía y asumir la puja culturalista, porque “mientras la derecha hace cuentas, la izquierda hace cuentos. Y a la gente le gustan más los cuentos”.
La visión de la “batalla cultural” tiene críticos en el seno del liberalismo, que ven que el lenguaje bélico no es propio de la cultura, hecha de diálogo e hibridaciones, y proponen hablar de una “competencia de ideas”.
Considero que el riesgo en la estrategia de la nueva izquierda está en el uso de las ingenierías sociales: las herramientas de coerción estatal para modificar las costumbres de la sociedad, en función de una supuesta utopía igualitaria. En otras palabras, la planificación centralizada de la cultura.
Esta apuesta por la ingeniería social suele derivar en la creación de frondosas burocracias dedicadas a la “descolonización”, la “despatriarcalización” o a versiones extremas y antidesarrollo del ecologismo. Esas burocracias resultan ser un instrumento clientelar más en la lucha partidaria de la izquierda neomarxista.
Sin embargo, en este punto cabe aclarar que el uso de ingenierías sociales para “construir la cultura” es igualmente cuestionable cuando ha estado en manos de fuerzas ultraconservadoras que pretenden congelar o retroceder la moral y las costumbres a algún hipotético pasado glorioso.
Laje hizo una precisión al respecto, al describir las alianzas que ve posibles en la nueva derecha, cuando habló de “conservadores no inmovilistas”. Acotaré que la convergencia liberal-conservadora me parece más factible con corrientes de un conservadurismo pragmático fundado en la moderación de los cambios, y más compleja con los conservadurismos latinos a ambos lados del Atlántico, más cercanos a un tradicionalismo antimoderno y clerical.