La renuncia del ministro de Medio Ambiente, acusado de cobro de coimas a empresas constructoras, además de otros casos que involucran a municipios y gobernaciones, han vuelto a poner en la agenda nacional el grave problema de la corrupción pública, uno de los temas de mayor preocupación de la ciudadanía y la piedra con la que han tropezado todos los gobiernos en los últimos 50 años.
La recurrencia, la tolerancia y la complicidad política han naturalizado las prácticas corruptas a tal nivel que el asalto a la propiedad pública, las coimas o el tráfico de influencias son consideradas formas de conductas normales (incluso esperadas) en los trabajadores del Estado, y no se reparara en el enorme daño que causan a la economía, la institucionalidad y la imagen de nuestra sociedad y de nuestro país.
Según el Índice de percepción de la corrupción 2022 elaborado por Transparencia Internacional, Bolivia ocupa el puesto 126 de los 180 países analizados, situándose entre los peores del continente. Este dato coincide con el del Índice de capacidad para combatir la corrupción 2022 de la Fundación Consejo de las Américas, que ubica a nuestro país en el puesto 14 de 15 países, con una calificación de 2,6/10 y sólo por encima de Venezuela.
Curiosamente, nuestro país ha alcanzado estas deshonrosas calificaciones pese a tener una de las legislaciones más ampulosas y punitivas en la materia. En efecto, además de la Convención Interamericana y la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, ratificadas por Bolivia, están vigentes 15 leyes, una política nacional y 10 decretos que establecen medidas claras en los ámbitos de prevención y sanción contra este delito.
Incluso el Gobierno ha llegado al extremo de promulgar la Ley 1390 que establece sanciones penales contra las personas jurídicas, cuando sus ejecutivos o propietarios cometieran delitos relacionados con la corrupción.
Además de una abundante legislación, todas las instituciones públicas, por mandato normativo, tienen códigos éticos, reciben permanentes cursos de capacitación y sensibilización, son fiscalizados por la Contraloría, cuentan con unidades de transparencia y las políticas públicas sobre el tema son implementadas y vigiladas por un viceministerio con personal especializado y recursos importantes.
Semejante sistema normativo e institucional debiera ser suficiente para garantizar gestiones más eficientes en la prevención y sanción, sin embargo, muchos bolivianos que han tenido alguna relación con el Estado, sea en compras y contrataciones, trámites, procesos judiciales o policiales, pueden dar testimonio de algún hecho de corrupción directa o velada.
La mayoría de los estudios consideran como causantes del alto nivel de corrupción en Bolivia a la crisis del sistema judicial, la ineficacia de las instituciones y la impunidad, aunque también mencionan el debilitamiento de los valores éticos, la ausencia de mecanismos de control, el control partidario del servicio público, la excesiva burocracia y el elevado costo de la formalidad. Probablemente todas las causas sean válidas para explicar no sólo el origen sino la dimensión y la transversalidad que ha alcanzado este tema.
Quizá el primer error es asignar a los funcionarios públicos la responsabilidad de enfrentar estos delitos y garantizar la transparencia en la gestión. Considerando que la corrupción alcanza incluso los niveles más altos del poder como es el caso del exministro de Medio Ambiente, es improbable que funcionarios nombrados políticamente, cuya estabilidad laboral depende de la voluntad de sus dirigentes partidarios, se animen a denunciar actos de corrupción de sus superiores o impedir su ocurrencia.
Otra barrera es la idea de que la corrupción es solamente un tema ético y jurídico y no un problema político y económico. Ya no podemos pensar que más leyes, mejores discursos y nuevos talleres van a tener algún efecto real en el problema.
Reconocer el fracaso de las políticas aplicadas hasta hoy es la primera condición para redefinir el camino que debemos emprender como país, en este tema tan delicado.
La publicación en línea de todos los procesos de compras del Estado, los trámites digitales y la reforma del control social pueden ser los primeros pasos para enfrentarlo, pero mientras se mantenga la discrecionalidad de los empleados públicos, el uso del Estado como agencia de empleo político, la burocracia envilecida y el abuso normativo, la corrupción va a encontrar formas de imponerse y seguir creciendo en un país con instituciones débiles y un sistema judicial colapsado.