El tercer informe de gestión del presidente Arce, se concentró en posicionar la idea que, su Gobierno, habría iniciado el proceso de “industrialización con sustitución de importaciones”. Al respecto, el vocero presidencial, sin matices, anticipa que en 2024 ya no habrá escasez de dólares porque “importaremos menos gracias a las 140 plantas industriales que están en construcción”.
La convicción y el inusitado fervor del vocero presidencial (y de los otros voceros oficialistas a todo nivel —ministros, asambleístas, dirigentes sociales, etc., que se suman a propagar la “buena nueva”), se entendería como el reflejo de su desconocimiento sobre lo que implica un proceso de industrialización. Pero sorprende que el presidente Arce, su ministro de Economía, y los analistas económicos alineados propalen el absurdo de unos inminentes beneficios de esa industrialización.
De inicio, industrializar no es construir fábricas. No, la industrialización es un proceso muy complejo que implica cambios radicales de las estructuras públicas y privadas, y en sus interrelaciones, buscando la reforma social continua —en lo institucional, tecnológico, económico, ambiental, político y social— para avanzar hacia objetivos de desarrollo industrial que sean compatibles con los principios, valores y metas que motivan la necesidad del cambio. Son esos objetivos los que identifican qué fábricas construir y por qué (aprendamos de China y Corea).
Industrializar implica también aplicar políticas selectivas y específicas, cuyo objetivo es modificar las estructuras de manera que pongan en marcha procesos autoreforzantes que impulsen la economía a generar respuestas efectivas y sostenibles a la agregación de valor y la creación de empleo digno —la única forma de reducir la pobreza estructural—, a la vez que habilita tecnológicamente a crecientes sectores productivos para participar en las cadenas de valor mundiales, cada vez más alineadas a metas de uso eficiente de energía limpia, y a la mitigación del cambio climático.
Frente a un desafío de semejante magnitud transformadora, el Gobierno ofrece “140 plantas industriales con estudios de prefactibilidad y de diseño final”. No dice bajo qué estrategia se seleccionaron las plantas, pero abunda la evidencia respecto de que los estudios de factibilidad no son creíbles (Responsables por 485 millones de dólares, Los Tiempos del 8 de noviembre). Un ejemplo concreto: el presidente Arce informó que el proyecto estrella del MAS, y bandera de la industrialización, es la construcción de cuatro plantas para producir 100.000 toneladas anuales de carbonato de litio. La presidente de YLB, hace un par de semanas, reconoció que al tratar de poner en marcha la primera planta —que debía haber empezado operaciones hace más de 10 años— encontraron muy serios problemas de diseño que “obligaron prácticamente a partir de cero”, a lo que se suman los no resueltos problemas de dotación de energía y agua.
Pero ese no es el primer error: en 1990 sabíamos que las piscinas de evaporación (siguiendo el modelo de Atacama, en Chile) no funcionarían por la sencilla razón que en Uyuni llueve (¡!) y el salar se anega un par de meses al año. Pero le metieron nomás, y malgastaron cientos de millones de dólares en piscinas inútiles. Y lo mismo con la alta concentración de magnesio: hace 30 años sugería explorar métodos de separación mediante membranas u otros procesos físico-químicos selectivos para la extracción directa (a los que ahora se pretende recurrir).
En resumen, 20 años más viejos y mil millones de dólares más pobres, tecnológicamente estamos como al principio, comercialmente hemos perdido muchísimo terreno y, lo que es más importante, Bolivia ha perdido credibilidad y relevancia como actor estratégico global al no certificar reservas ni tener resueltos problemas básicos de logística y comercialización.
Y todo esto, sin que nadie asuma la responsabilidad de semejantes fracasos.
Pero volvamos a la “industrialización con sustitución de importaciones”. Asumamos que las 140 plantas sustituirán a todos los productos agrícolas y bienes de consumo importados, y un 10% de los insumos industriales. Con datos a junio de 2023, eso significaría sustituir unos 2.000 millones de dólares anuales en importaciones. ¿Pero se podrá lograr esto con un tipo de cambio fijo y sobrevaluado, una carga fiscal de 35% sobre los precios de venta de productos de la industria nacional, y un contrabando que se estima supera los 3.500 millones de dólares anuales, alimentado por dólares de dudosa procedencia y alentado por una incomprensible complicidad estatal? NO. ¿Quieren sustituir importaciones?: floten el tipo de cambio con lo que anularán en gran medida el contrabando: sin las medidas para asegurar mercado interno para la producción nacional nunca habrá sustitución de importaciones.
A los problemas de mercado generados por equivocadas políticas fiscales y monetarias, se suma la ausencia total de programas para mejorar la productividad. Mejorar la productividad requiere políticas que la incentiven y la premien, en especial buscando que el consecuente mayor valor agregado se traduzca en mejor distribución primaria del ingreso y en diversificar la oferta, condiciones necesarias para aumentar la demanda interna y para competir en los mercados abiertos. Hoy, mientras más valor agregado y empleo se genera, mayor es la presión fiscal: en tanto el Estado penalice la productividad, el valor agregado y la creación de empleo digno, la economía solo tendrá espacio para el mercantilismo rentista.
Lejos de corregir esa dirección, Bolivia retrocedió significativamente. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2002 el “índice de sofisticación de las exportaciones (ISE)” de Bolivia era de 42,2 pero cae a 29,1 en 2008 debido a la reprimarización de la economía: en 2002 estábamos en la posición 84 de 158 países, pero en 2008 bajamos al puesto 113; respecto de Sudamérica, pasamos del puesto 6 (delante de Chile, Perú, Ecuador y Paraguay) al puesto 9, solo delante de Venezuela. Por cierto, la anunciada industrialización, no toma en cuenta nada de esto.
Mucho más podríamos mencionar para mostrar la extrema debilidad conceptual y la total inviabilidad práctica del pregonado “proceso de industrialización”. Cerramos mencionando dos aspectos determinantes para el éxito/fracaso de los intentos de industrialización: el desarrollo de la institucionalidad, y la continua mejora de la competitividad (definida como el conjunto de condiciones sociales, laborales, legales, etc., que inducen a mejorar la productividad en las empresas).
Con la pestilente justicia entronizada para proteger intereses mezquinos, y con la buro-parasito-cracia adiestrada para extorsionar a la ciudadanía, se necesita estar loco (o muy desesperado) para emprender algo que implique experimentar e innovar buscando mejores formas de competir en mercados abiertos: hoy, con un Servicio Plurinacional de Registro de Comercio (Seprec) que tiene la distorsionada “misión” de generar recursos para el Tesoro General del Estado en lugar de transparentar mercados y actores, entran al mercado los que tienen seguridad de un bajo riesgo y alta renta a corto plazo, lo que cada vez más se logra “negociando”.
En resumen, 150 plantas no colocarán al país en la ruta de la industrialización, así sean todas éxitos financieros; pero cada fracaso causará más pobreza bajo la responsabilidad de quienes lanzaron al país a una aventura política improvisada.