El actual bloqueo de carreteras nos recuerda una vez más que vivimos bajo la constante amenaza de un secuestro general, impuesto por minorías efectivas que por cualquier motivo y utilizando la violencia y la intimidación, se arrogan el derecho de impedir el libre tránsito de personas y vehículos cuando así lo deciden.
Este atentado a las libertades ciudadanas no es una práctica reciente, sin embargo, se ha convertido en consuetudinario en las últimas décadas, impulsado principalmente por la debilidad de las instituciones, la impunidad, el uso político de los liderazgos sociales y la distorsión del principio de que todos los derechos humanos son iguales, y que no se puede demandar uno de ellos por medio de la vulneración de otros.
Los bloqueos se encuentran entre las medidas más atroces contra la sociedad, ya que violan los derechos al libre tránsito, transporte, comercio, trabajo, acceso pleno a la educación y la salud, uso de bienes y servicios públicos, igualdad, seguridad, libertad y disenso de opiniones. A esto hay que añadir que en los sitios donde se implementan se producen enfrentamientos, intimidaciones, cobros indebidos, robos e incluso riesgos para la vida y la integridad física y psicológica que afectan con igual rigor a adultos, mujeres, niños, ancianos, enfermos o discapacitados. Los efectos nocivos de estas medidas de presión alcanzan a centros urbanos donde generan carestía de alimentos, combustibles y medicinas, además de especulación, temor y zozobra, golpeando sobre todo a los más pobres.
Ningún artículo de la Constitución señala que los bloqueos son derechos. Quienes pretenden convencer de que esta bárbara medida es una prerrogativa se basan en la interpretación arbitraria de los Arts. 13, 15 y 16 del Pacto de San José que, en realidad, se refieren a la libertad de expresión, de reunión y de asociación, y nada señalan sobre impedir a los demás el libre tránsito.
Incluso el propio Art. 15 de esa convención establece que el derecho a la reunión “puede estar sujeto a las restricciones previstas por la ley, que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la seguridad o del orden públicos, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos o libertades de los demás”.
Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en 2010 aclaró que “Las limitaciones a la protesta social deben ser necesarias en una sociedad democrática para el logro de los fines imperiosos que persiguen y estrictamente proporcionadas a la finalidad que buscan”. Esta misma explicación sirve de base para que en la mayoría de los países, las leyes sancionen severamente, como delito, la toma de carreteras y el impedimento del transporte y la circulación.
En cuanto a nuestra Constitución, su Art. 21 inc. 7 establece como derecho fundamental “la libertad de residencia, permanencia y circulación en todo el territorio boliviano (…)”. En concordancia, según el artículo 213 del Código Penal boliviano, “El que por cualquier modo impidiere, perturbare o pusiere en peligro la seguridad o la regularidad de los transportes públicos, por tierra, aire o agua, será sancionado con reclusión de uno a cuatro años”.
Lo señalado evidencia que los bloqueos son acciones al margen de cualquier normativa vigente, que quienes los promueven, financian o ejecutan ingresan en el ámbito delictivo, y quienes pretenden legitimarlos con interpretaciones forzadas, invisibilizan la larga lista de derechos que son vulnerados, y menosprecian a la gran mayoría de los ciudadanos castigados con esta práctica perversa.
Pese a su ilegalidad, estas medidas se han naturalizado por la inoperancia, debilidad y complicidad del Estado y, sobre todo por la impunidad con que se ejecutan. Aunque hubo personas muertas en bloqueos, destrucción de bienes públicos y cientos de millones perdidos, apenas se conoce de algunos procesos contra los autores e instigadores de estos delitos. De hecho, en este bloqueo, el Defensor del Pueblo, en lugar de reclamar por los derechos de los bolivianos agredidos, exigió respetar las protestas de los violentos y nada dijo de las muertes, el abuso y las agresiones en los sitios del conflicto. Pero también el Gobierno, en vez de proceder según la ley, se limitó a quejarse por la afectación económica, y a solicitar respetuosamente una pausa humanitaria a los bloqueadores.
Es claro que la gran mayoría de bolivianos, no sólo vivimos a merced de los grupos violentos que no dudan en destruir economía, democracia y derechos para satisfacer demandas coyunturales, causas particulares, intereses sectarios o capricho de dirigentes, sino que además estamos indefensos ante los bloqueos, quizá porque estas medidas se han convertido en herramientas de los políticos para dañar a sus adversarios, sojuzgar a las regiones críticas, chantajear a las autoridades o simplemente para hacer demostración de fuerza.