El día que Leocadio Gavilán tropezó con la verdad, era ya demasiado tarde. Su casa, junto a sus muebles de mimbre y sus posesiones de veterano, flotaban río abajo. Para él, la vida no había sido a su gusto y manera, pero, aun así, jamás de los jamases, se había sentido como en aquella ocasión: el hombre más sólo del mundo.
Esta vez la vida se ensañaba con él por una cuestión sencilla y silvestre, era pobre. Eso explicaba que su casa estaba en las laderas de aquella ciudad que semejaba una gran oquedad, donde por angas y por marangas se veían casuchas de ladrillo visto y techos de calamina, que solían deslizarse con las lluvias provocando miedo y dolor. Eso también explicaba por qué ejercía los hábitos que tenía, los vicios que cargaba y las malas costumbres que detentaba.
Nunca, ni siquiera en el momento fatídico en que su casa se deslizó por las laderas de greda de aquella urbe que él tanto transitaba, atinó a pensar que aquello no era su culpa. Era un sentimiento auténtico. Asumía que su condición de beodo conocido y miserable en ejercicio era la causa y motivo de todo. Nunca pensó que de pronto las autoridades que se relamían en los banquetes del poder podían tener la culpa. La negligencia pública o la irresponsabilidad municipal no eran materia de conflicto en sus análisis.
Esa revelación, la tuvo recién cuando una dama de ojos verdes y hermoso rostro se le aproximó para extenderle la mano. Ahí fue cuando se dio cuenta que estaba todo mojado y embadurnado en un lodo espeso y maloliente. Ella fue la que le explicó, con detalles y menudencias, que a veces uno no se moría porque quería, sino que se iba de la vida por culpa de los demás.
A Leocadio Gavilán le había hecho falta todo ese barullo, más propio de un país bananero que de una nación democrática, para tomar conciencia de que los responsables de varias desgracias no eran ni el clima ni los malos hábitos, sino los políticos.
Por eso fue que cuando él se dio cuenta que murió en el deslizamiento de aquel marzo torrencial y se enteró que la Parca en persona la acompañaba a las puertas del inframundo, atinó a decir:
Políticos de mierda.