Desde los años ‘90 se incubó una crisis política profunda en Bolivia. Sus señales fueron las movilizaciones cocaleras, la llamada “guerra del agua” en Cochabamba y los bloqueos en el altiplano paceño entre 2000 y 2001. Pocos se percataron del fondo. La mayoría de analistas y políticos en ejercicio se quedó en la consideración de la superficie. Los de mirada más profunda callaron por falta de evidencias y el riesgo de compartir intuiciones. También por temor a contrariar a “la mayoría” implicada en los conflictos y a la opinión “ilustrada”, pues para entonces el victimismo que explota cuanto criterio de confrontación existe o se inventa con el propósito antiguo y muy eficaz de dividir para reinar había superado sus límites y era ya dominante en Hispanoamérica. Como ahora mismo. Todavía.
Ese discurso atacó implacable y demoledoramente al sistema político por los defectos de sus operadores: los partidos, sus dirigentes y militantes, con dirección al objetivo de sentar las bases del vaciamiento de las cualidades de la democracia para reducirla a la caricatura que es hoy: elecciones viciadas con árbitro electoral subordinado, persecución judicial a opositores, circunscripciones casi fantasmas y campañas desiguales, todo para la reproducción del poder con vocación totalitaria. Un poder expropiador del país a favor de intereses transnacionales oscuros, como en Venezuela y Nicaragua.
La expropiación comenzó en 2006 en medio de una algarabía festejando la llegada al poder de la “mayoría explotada y excluida por más de 500 años”. Muchas voces provenían de la clase media urbana decepcionada de la política y cansada de los conflictos, de los directores y técnicos de ONG cabilderas del masismo, de analistas políticamente correctos por encima y en contra de la verdad y sacerdotes creyentes de la “leyenda negra de la conquista”, con enormes complejos de culpa y de superioridad; todos militantes del “proceso”, por convicción, credulidad y/o conveniencia. En ese coro hubo funcionarios de organismos internacionales y gobiernos europeos. Pocos ejercieron el derecho a la duda. Casi nadie advirtió.
Dieciocho años después las evidencias son contundentes y quien aún apoya al “proceso” o duda de su naturaleza y objetivos, es ciego, cómplice o coautor. Los demás, sabiendo de qué se trata, tememos la profundización de la noche dictatorial considerando cuán difícil y poco efectivo es enfrentar democráticamente a las dictaduras, y cuán ineludible es hacerlo, convencidos de nuestro deber de dar batalla en todos los frentes. Ciertos respecto del nudo del conflicto que a la libertad opone la opresión.
El temor se acrecienta porque sabemos de la infiltración de las filas de la militancia democrática con elementos que, por distintos móviles, a sabiendas o no, se han encargado de favorecer largamente la reproducción del poder espurio. Algunos comenzaron facilitando la imposición de una nueva CPE, no sólo convalidando sino participando en sus vicios de ilegalidad, obviando la sangre de La Calancha. Otros, apareciendo como candidatos a la presidencia una y otra vez, sin lograr apoyo mínimo de la ciudadanía como para considerarse opciones reales de alternancia política, aspirantes siquiera a una segunda vuelta.
Lo hicieron montando siglas vacías de contenido, propias, prestadas o alquiladas; algunos, en cada ocasión una distinta; con propuestas a mano alzada que revelan su escasa comprensión de la esencia de la problemática actual e improvisación demagógica; sin estructura organizacional ni presencia territorial. Impidieron concentración del voto ciudadano en la mejor —o menos mala— opción democrática en pos de arrebatarle la mayoría al dictador o ganarle. Se limitaron a dar algunas vueltas por los medios y las redes, y a armar listas de candidatos a la función legislativa para encaramar a algunos que quedaron a sus anchas, sin dirección, administrando su fragmento de poder como mejor les pareció, quedando la función legislativa privatizada. Los “presidenciables”, hecho el nuevo papelón, se replegaron a sus actividades privadas, quedándonos la duda acerca de qué ganaron ayudando así al MAS.
Si el 2020, Creemos y CC se hubieran unido y organizado bajo un mando firme y coherente —que la oposición no tiene—, quien sabe si hoy estaríamos con una justicia reformada, independiente y competente; Marco Antonio Aramayo estaría vivo y los desfalcadores del Fondioc, en la cárcel; no habría presos políticos y enfrentaríamos de verdad la debacle económica y ambiental del país. Al menos, el MAS sería menos en el legislativo.
La ciudadanía democrática activa, la gente boliviana de bien, demanda unidad a los políticos. Si tan desesperados de candidatear están, encabecen las listas como candidatos a senadores por sus departamentos detrás del mejor posicionado. Y si eso no les gusta, hagan responsabilidad social empresarial, TikTok y conferencias. Tomen nota de que, a estas alturas, reincidir en su inconducta será plena prueba de que son los quintacolumnistas de la dictadura y así se lo haremos saber al mundo.
La autora es abogada