Las cosas como son. Hasta hace muy poco el presidente Luis Arce y sus ministros decían que la economía del país estaba blindada contra los shocks externos. Éramos algo así como una isla milagrosa alejada de todas las amenazas. ¿Crisis? Las de otros. La guerra en Ucrania estaba muy lejos, la pandemia de Covid-19 pasó sin secuelas y no había nada de qué preocuparse. De toda la órbita del maltrecho socialismo del siglo XXI, Bolivia era el único país más o menos a salvo.
A todo esto, los pronósticos negativos de los opositores y los organismos internacionales eran solo expresiones de la misma conspiración. Del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se decía, en tono burlón, que terminarían por tragarse sus indicadores pesimistas. El Gobierno estaba ahí para demostrar que era el mundo el que se equivocaba y que su modelo, el comunitario productivo, era el único que podía, milagrosamente, preservar a un país incluso de los ciclos económicos.
Esa era la narrativa, la ficción creada para consumo interno, que tarde o temprano iba a desdibujarse sobre el papel para que comience a emerger, entre líneas, una realidad muy distinta, la realidad que precisamente describió hace algunas horas Luis Arce, cuando, muy en el estilo dramático de la “Bolivia se nos muere” de Víctor Paz Estenssoro, dijo: “Estamos volviendo a hacer exploraciones para ver si hay más gas. Hermanas, hermanos, no tenemos esos recursos… Cuando hay demandas por más obras, no hay pues de dónde sacar plata”.
A esto debe sumarse, corrupción mediante, el fracaso lamentablemente anticipado del proyecto del litio. Más de mil millones de dólares tirados por la borda en la primera etapa de un proyecto que debía convertir a Bolivia en protagonista de una nueva era en el consumo de la energía limpia que demandaba el mundo. Ahora, como lo admitió el propio Gobierno, es probable que la demora sea de cuatro o cinco años más, una eternidad considerando que el resto de los competidores no se sentarán a esperar que el país vuelva a calentar motores.
Contradictorio de todas maneras, el presidente se atrevió a cuestionar nuevamente los informes de consultoras internacionales que el fin de semana pasado hablaron de un virtual colapso de la economía boliviana. “Bolivia no ha dejado de pagar su deuda externa ni un solo centavo ni un solo día; no debemos. Seguimos pagando sin problemas. ¿Cuál es el fundamento entonces de que los organismos vayan bajando? Es un tema político”.
No tenemos plata, pero si tenemos plata, palabras más o menos eso fue lo que dijo el mandatario en cuestión de horas. De la admisión a la negación, sin pasar por una aduana intermedia de reflexión.
Y es que la “sincerada” presidencial coincidió, además, con el lanzamiento casi oficial de la campaña para la reelección.
“La respuesta la daremos en las urnas”, dijo en la que fue su primera referencia directa a los próximos comicios de 2025, una referencia que parece más condicionada por el nerviosismo frente a la inminencia del desastre económico, antes que por la confianza que produce una gestión adecuada de la crisis. A lo cual debe añadirse que los números del presidente registran una caída vertiginosa muy parecida a la de las reservas internacionales. De hecho, su porcentaje de aprobación está en 40% pero con tendencia a la baja.
En muy poco tiempo Bolivia pasó a ser de país blindado a país sin plata, de corazón integrador energético del continente a un punto negro en la geografía del gas, de modelo de referencia a mal ejemplo, de milagro económico a virtual tragedia. Las cosas como son, no como nos dijeron que eran.