En las últimas semanas se conocieron varios hechos, tanto internos como externos, que han aumentado la preocupación sobre la situación presente y futura de la economía boliviana.
Primero fue el ministro de Hidrocarburos que denunció irregularidades en la instalación de varias piscinas de evaporación de litio, lo que estaría afectando la provisión de materia prima para impulsar la industrialización de este valioso recurso. Días después, el propio presidente del Estado, señaló que “el gas se ha agotado. Estamos volviendo a hacer exploraciones para ver si hay más gas. (…) Cuando hay demandas por más obras, no hay, pues, de dónde sacar plata”. Si a esto sumamos la calificación negativa de Moody´s, la advertencia de The Economist sobre el aumento de la mora bancaria y la dramática declaración de la Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (Anapo) respecto de “la crisis más severa que enfrenta el sector de la soya boliviana en los últimos 30 años”, el panorama es más que alarmante.
A diferencia de otras versiones oficiales, que se limitaban a aceptar algunas dificultades menores en las cifras macroeconómicas y a cuestionar a los especialistas, esta vez las declaraciones y los datos develaron el agrietamiento de los pilares sobre los que se asienta la economía y el modelo boliviano, pero, ante todo, donde se cifran las esperanzas para enfrentar la “tormenta perfecta” que se vislumbra en el horizonte.
Los riesgos sobre la economía boliviana ya están generando la preocupación de algunos organismos internacionales que incluso plantean caminos de solución. Así, por ejemplo, en el último Panorama general sobre Bolivia, el Banco Mundial (BM) señala que para lograr una recuperación sostenible, nuestra economía requiere afrontar “desafíos estructurales”, mejorar la eficiencia y progresividad de la política fiscal, desarrollar “una estrategia para abordar los desequilibrios macroeconómicos, apuntalar un rol más activo del sector privado —que incluya grandes y pequeñas empresas e inversionistas extranjeros— y aumentar la resiliencia a cambios en el entorno internacional o a eventos climáticos adversos”. Considera además que “fomentar la inversión privada contribuiría a acelerar el crecimiento, promover la calidad del empleo y diversificar la economía”.
Más allá de las recetas macroeconómicas que son imprescindibles y urgentes, es importante notar que el organismo multilateral pone un especial énfasis en la relevancia del sector privado para enfrentar la situación. No le falta razón al BM si consideramos que, tras la pandemia de 2020, la mayoría de los países que optaron por buscar solamente en el Estado los caminos de solución, hoy están soportando severas crisis de desequilibrios fiscales, aumento de sus deudas e inflación constante, mientras que aquellos que liberaron sus economías y fortalecieron su sector privado, alcanzan mejores resultados de crecimiento y estabilidad.
En el caso de nuestro país, la profundidad de los problemas que enfrentamos y su permanencia por varias décadas, evidencian la necesidad de redefinir nuestro proyecto de futuro y construir un nuevo acuerdo social que permita no sólo remontar la crisis, sino crecer de manera inclusiva y sostenible. Para ello es imprescindible partir de la evidencia que sin el sector privado, que genera trabajo de calidad, inversión, innovación y riqueza, no hay crecimiento, equidad ni desarrollo posibles.
Precisamos admitir una realidad pura y simple: que vivimos en un país donde el 70% de la riqueza y el 90% del empleo los genera el sector privado, y que intentar su sometimiento, precarización o desaparición, nos ha llevado a la gigantesca informalidad y al borde de una crisis multidimensional donde ya “no hay de dónde sacar plata”.
Y no se trata de promover revoluciones liberales ni de impulsar privatizaciones masivas de empresas públicas, sino simplemente de entender que el ciclo del estatismo ha llegado a su fin y que es tiempo de devolver a la iniciativa privada su rol de fuerza motriz fundamental de la economía, capaz de impulsar el crecimiento económico, generar empleo, promover la innovación y contribuir al desarrollo social.
La reivindicación del valor y la necesidad de un empresariado fuerte y estable puede no ser la solución inmediata para la crisis, pero es una condición necesaria para enfrentarla con reales posibilidades de éxito y para asegurar una recuperación sostenible, justa y equilibrada. Al contrario, mantenerlo en un nivel de ostracismo, limitado en su seguridad, acosado por la burocracia y proscrito del debate sobre las políticas económicas es una receta segura al fracaso.
Entender esta realidad precisa de mucha valentía, honestidad y generosidad, es decir de valores que difícilmente se encuentran en los líderes que hoy tienen la responsabilidad y el mandato de conducirnos a buen puerto en esta tormenta que ya empezamos a enfrentar.
El autor es industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia