Hermenegildo Orcajo la tenía clara, los pormenores de la cotidianidad no rimaban con las prioridades del poder. Por eso, era que a él no le llamaba la atención ni le dejaba ninguna esperanza la visita del presidente del Brasil. No era que desestimaba la reciente incorporación de su país al Mercosur, ni que menospreciaba los acuerdos comerciales con el empresariado carioca, pero sabía bien que los problemas sumaban y seguían en un país sobrepasado por una crisis lacerante.
Su lógica era básica: Lula estaba en el país, pero en los bolsillos no había dólares, en los mercados las empresas naufragaban y en las redes el gobierno zozobraba.
Aquella noche, impresionado por las noticias reiteradas de la visita del mandatario brasileño, abrumado por una realidad desesperante y agotado por las múltiples obligaciones incumplidas, el empresario soñó que caminaba por un desfiladero que él creía conocer, pero cuya ubicación no podía recordar.
A poco de andar, se sorprendió al ver caminar delante suyo al mismísimo presidente de Brasil.
—¡Lula, Lula! —le gritó— y el dignatario se le acercó.
El mandatario del vecino país se detuvo, volteó y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. El hombre se veía tal cual, en la vida real, excepto que en el lugar donde debían estar los ojos, tenía dos socavones oscuros.
—¿Dónde vamos? —le preguntó Hermenegildo Orcajo.
—Al abismo — le respondió el presidente.
—¿A cuál abismo? —interrogó el emprendedor.
—Al abismo al cual nos lleva siempre el socialismo —afirmó Lula.
Ahí mismo fue que Hermenegildo Orcajo se paró en seco. A su mente volvieron las múltiples ocasiones en las que se felicitó a sí mismo por hacer negocios en un país de izquierdas. Él tenía la certeza que como pequeño empresario supo aprovecharse de ser proveedor de un Estado calamitoso que le supo dar dinero por banderitas azules y por movilizar gente de aquí para allá.
Hermenegildo Orcajo agudizó entonces la vista, apartó la niebla que inundaba su pesadilla y vio que, a lo lejos, un cúmulo de líderes de izquierda caían a un abismo tenebroso al cual arrastraban también a los países que dirigían. Ahí estaban Gustavo Petro, Diaz-Canel, Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Pedro Sánchez y varios otros, incluido por supuesto, Luís Arce.
Fue entonces que el microempresario se arrepintió de la subvención a la gasolina y se dio cuenta que Bolivia vivía una economía de mentira, maldijo la botadera de plata que ejecutó a vista y paciencia de todo el mundo el gobierno de los catorce años, y supo que el discurso de la industrialización era patraña pura. Cayó de rodillas y pidió a gritos que se acabe el modelo económico social comunitario productivo; reclamó porque iba a ser doloroso, pero era urgente que se quite la subvención a la gasolina y a todas las vainas a las que nos había malacostumbrado el socialismo, clamó porque era urgente que nos demos cuenta que el único camino al progreso y al desarrollo no iba a de la mano de la izquierda miope, y si bien él estaba seguro que tampoco la derecha radical era la salvación, sabía que las soluciones iban más cerca del libre mercado que del estatismo fracasado.
Así despertó de su pesadilla Hermenegildo Orcajo, sudando y espantado de una visión más real que pesadilla. Él sabía lo que debía hacerse, pero temía que el país se caiga antes de llegar a las siguientes elecciones, que era donde el país debía votar para cambiar de modelo económico.