Un avión aterrizó en una playa al borde del río espantando ruidosas bandadas de pájaros; las petas y lagartos de la orilla se sumergieron rápidamente en las aguas. Descendieron militares armados y un grupo de atemorizados civiles maniatados: poco a poco sus ojos reconocieron el verdor de la selva, los recibió su abrazo quieto, ardiente y húmedo; y un coro de ruidosas nubes de mosquitos les zumbaron: bienvenidos al Madidi. Habían llegado a un improvisado centro de confinamiento en la Amazonía, durante las dictaduras militares en Bolivia.
Los centros de confinamiento, residenciamiento y cárceles no legales en los que se recluyeron a civiles —sin juicios previos ni sentencias— son una deuda para la memoria de los derechos humanos frente a los regímenes autoritarios. En el caso de los confinados del Madidi, la literatura disponible registra una magnitud variable, se habla desde más de 60 presos hasta 248 detenidos, uno de ellos fue mi padre, Ricardo Cauthin (Comisión de la verdad, 2021; Aguiló, 1993).
Sobre la experiencia del confinamiento en la selva, se tienen disponibles algunos extractos en informes como: Violación de los derechos humanos en Bolivia, de la Central Obrera Boliviana (COB, 1976); Nunca más para Bolivia, de Federico Aguiló (Apdhb, 1993), y Memoria histórica del periodo de las dictaduras 1964 - 1982 (Comisión de la verdad, 2021). Y hay también los libros testimoniales de los presos políticos Germán Vargas M. (1973): Alto Madidi. Testimonio de un confinamiento, y de Jesús Taborga (2004): Fuga de la prisión verde. Alto Madidi: un campo de concentración de la dictadura de Banzer.
Los testimonios mencionan que este reclusorio era un claro en el monte de Alto Madidi, al norte de La Paz, zona donde predomina el bosque de piedemonte, denso, lleno de palmeras y árboles altos de copas enormes, envueltos en lianas como serpentinas, recubiertos de capas de musgos y helechos, y una multitud innombrable de animales e insectos. La belleza escénica de la Amazonía, para los presos, era también el verde e infinito muro que los retenía en un eterno bucle de afiebrada sobrevivencia. La única forma de ingreso era por aire y la pista de aterrizaje eran las playas de arena junto a los ríos.
“Cortar la palma, acarrear al hombro las hojas de motacuses, alistar la madera, cavar los pozos, seleccionar bejucos y lianas durables, en fin, darle estructura y forma a la verde y única casona”, dice el testimonio de Jesús, y le sigue Ricardo: “Uno busca un ‘pahuichi’ donde sobrevivir. La vida se reduce a vegetar. La alimentación es mínima, obligados a comer culebras, loros”. “Algunas veces teníamos que suplir nuestra alimentación con algunas lagartijas, culebras, zepes, armadillos, monos y pescados”, recuerda Jesús.
“La vida que llevábamos en aquel campamento era infernal y monótona, febril, infame y desgraciada” y profundamente solitaria, rememora Jesús, pues no tenían autorización para hablar entre ellos y sólo los envolvían sus propios temores y vieron morir a sus compañeros por inanición, paludismo, deshidratación o infecciones estomacales, fiebres y vómitos. “La propia naturaleza hace que los sentimientos de unos y otros tengan una nueva dimensión, el odio hacia el fascismo se agiganta y la fraternidad entre todos”, relata Ricardo, en un giro de solidaridad en el que ambos bandos se vieron igual de desterrados, vulnerables y desamparados.
“¡Cuántas palabras ahorramos en la selva mientras acumulábamos un mundo de inauditas inventivas!”, revela Jesús, al momento de haber pactado con un militar: “Nos unía a ambos —soldado y profesor— una fuerte ideología de dos trazos: nacionalista, para él; revolucionaria para mí”. Así, en pocas palabras, en medio del bosque, acordaron un plan de fuga: “Ayudados por los propios soldados que custodiaban el campamento, logramos capturar una avioneta y fugarnos todos”, resume Ricardo.
“Eran las seis y media de la mañana del 30 de octubre y los habitantes civiles del campamento, adormecidos por la brisa mañanera, ignoraban los planes de fuga (…): ‘¡Manos arriba, carajo!¡Qué nadie se mueva! ¡Dejen sus armas sobre el suelo!’, fue la voz decidida y valiente del cabo Mita, que esa mañana dirigía junto a sus compañeros que le secundaban”, describe Jesús. Luego de reducir al resto de militares, los insurgentes incautaron las armas: treinta ametralladoras M-2, seis mil cartuchos, granadas de mano, revólveres y puñales.
El 3 de noviembre llegó a Alto Madidi el avión TAM – 23: “dos emisarios nuestros, vestidos con indumentaria militar, llevaban la consigna de rendir al nuevo contingente que llegaba (…). Felizmente no hubo confrontación (…)”, reflexiona Jesús, y así confinados y militares rebeldes despegaron rumbo a Puno, luego a Arica, donde recibieron un mensaje: “El presidente Allende ha respondido favorablemente a sus pedidos y les concede asilo político”. Así llegó mi padre a Chile, un dirigente estudiantil fugado del Madidi. Durante la dictadura de Hugo Banzer (1971 - 1976) también ocurrió otra gran fuga: con sus lanchas, comunarios aymaras ayudaron a escapar a Perú a los presos políticos confinados en la isla de la Luna, en el lago Titicaca.