El reloj marcaba exactamente las 00.05 del miércoles 13 de octubre de 2010 cuando el minero Florencio “Floro” Ávalos salió de la cápsula Fénix 2, en la que fue izado 722 metros desde las entrañas de la tierra y quedó enceguecido por los reflectores. Junto con sus 32 compañeros que seguían abajo, había pasado 69 días enterrado en las profundidades de la mina San José, en Atacama, desde el derrumbe del 5 de agosto. Durante ese tiempo estuvieron 17 días completamente incomunicados hasta que se supo que seguían vivos aun cuando el presidente chileno, Sebastián Pïñera, había intentado darlos por muertos a todos para evitar los costos de una incierta operación de rescate.
Nadie les había contado eso a los mineros atrapados en la galería subterránea y, en esa ignorancia, luego de envolver con sus brazos a su esposa y a su hijo, Ávalos se fundió en un abrazo con el mandatario y los flashes de los fotógrafos volvieron a enceguecerlo.
“Florencio, no sabes cuánto te hemos esperado”, le mintió un Piñera preocupado porque su sonrisa fuera captada por las cámaras.
Mientras tanto, la cápsula volvía a descender. Durante las siguientes 32 horas iría subiendo de a uno a los mineros, a razón de un hombre cada 30 o 40 minutos. Una vez que todos estuvieron en la superficie, el último en subir fue el rescatista Manuel González, que se bajó de la Fénix 2 a las 00.33 del jueves 14 de octubre.
La “Operación San Lorenzo”, como se la llamó en honor al santo patrono de los mineros, había culminado con éxito y en un primer momento nadie se percató de la coincidencia: el día durante el cual los mineros fueron rescatados, se cumplían 38 años desde la culminación de otra historia que había mantenido en vilo a todo el mundo, cuando el 13 de octubre de 1972 los rugbiers uruguayos sobrevivientes de la caída del avión en que viajaban fueron encontrados en la cordillera. A ellos también, como Piñera a los mineros, muchos los habían dado por muertos.
Luego sabrían que la operación de rescate se llevó a cabo solo gracias a la presión popular, porque apenas dos días después del derrumbe, el 7 de agosto, el presidente quiso suspenderla y ordenó levantar una cruz para recordarlos en la entrada de la mina. La reacción de los familiares y de la opinión pública lo obligaron a dar marcha atrás.
Recién el 22 de agosto se supo que estaban vivos, y Piñera intentó entonces una justificación con la que provocó otra ola de indignación popular. “¿Qué tal si no los encontrábamos en 17 días, en 20 días, en un mes, en dos meses? ¿Qué tal si los encontrábamos y estaban todos muertos?”, se defendió.
Ese mismo 22 de agosto, en la misma sintonía que el presidente, en lugar de alegrarse al saber que los 33 mineros seguían con vida, uno de los propietarios de la mina, Alejandro Bohn, le dijo a un periodista de El Diario de Cooperativa que era “difícil” que la compañía pudiera pagarles los sueldos. Cuando el dueño de la San José hizo esa declaración siniestra, a los mineros todavía los esperaba un encierro de otros 52 días, durante los cuales se comunicaron con el exterior a través de un hueco de apenas 12 centímetros de diámetro, lo que llevaría la suma a un total de 69 días enterrados desde el derrumbe ocurrido el jueves 5 de agosto.
Atrapados por el derrumbe
Ese jueves, a las dos y media de la tarde, los mineros escucharon un estruendo seguido de una onda expansiva. En ese momento había 34 hombres debajo de la superficie, pero uno de ellos, Raúl Villegas, iba subiendo al volante de un camión y alcanzó a llegar a la boca de la mina. Los otros 33 quedaron atrapados por el derrumbe provocado por un bloque de diorita de la altura de un rascacielos que se desprendió de la montaña y cayó atravesando los distintos niveles de la mina.
Afuera, el director de la mina, Carlos Pinilla, escuchó el estruendo pero no se preocupó, porque pensó que era otra de las explosiones programadas dentro del socavón. Recién reaccionó cuando sonó el teléfono y alguien le gritó con desesperación: “¡Salga y mire la bocamina!”. Lo que vio fue una imagen espantosa: una nube de polvo impresionante, acompañada por una siniestra banda de sonido de crujidos que salen de las entrañas de la tierra.
Abajo, una vez superados el espanto y la sorpresa, los mineros vieron que la rampa que llevaba a la salida estaba bloqueada por una verdadera pared de piedra. Uno de ellos, Luis Urzúa, murmuró una frase desesperada: “Parece la losa del sepulcro de Jesús”. Otro, mucho más prosaico, se limitó a decir con resignación: “La hemos cagado”.
Poco después la noticia del derrumbe llegó al pueblo y los familiares de los trabajadores de la mina comenzaron a congregarse en el lugar con una demanda única: “¡Rescátenlos!”. El inicio de los trabajos de rescate demoró ocho horas. El primer intento fue llegar hasta la chimenea de ventilación de la mina, para que los mineros subieran hasta allí por una escalera de emergencia. No pudieron porque la empresa había dejado sin instalar un tramo.
De todos modos, se podía intentar a través de ese hueco por otros medios, pero esa posibilidad se esfumó la tarde del sábado 7, cuando un nuevo derrumbe cortó el acceso a la ventana de ventilación.
A partir de ese momento, para las autoridades de la mina y el presidente Sebastián Piñera, los 33 mineros estaban muertos. El mandatario ordenó detener las tareas de rescate, lo que desató la ira de los familiares y del pueblo chileno, que lo obligaron a retomarlas. Para entonces, los hombres atrapados en el interior de la mina se habían dado cuenta de que demorarían en rescatarlos y decidieron racionar la poca comida que tenían.
El hambre y la sed
Después del derrumbe, sin pensarlo, los mineros prácticamente saquearon el armario donde se guardaban los pocos alimentos destinados a los refrigerios: galletitas dulces y saladas, latas de atún, algunas botellas de agua. Era comida para 48 horas y casi acabaron con ella.
El capataz Mario Sepúlveda fue el primero en darse cuenta de que, si no cuidaban lo poco que quedaba pronto morirían de hambre y el sábado a mediodía decidió racionar los alimentos. Tomó 33 vasos y puso una cucharadita de atún en cada uno de ellos antes de agregarles agua para fabricar una suerte de sopa. Para acompañar, le dio dos galletitas a cada minero. “Es delicioso, buen provecho, que les dure”, les dijo, tratando inútilmente de arrancar alguna sonrisa.
Si querían sobrevivir debían aguantar con esas escasas 300 calorías hasta el día siguiente. En cuanto al agua, las botellas se acabaron pronto y empezaron a tomar la que encontraron en los sistemas de refrigeración de las máquinas. Estaba mezclada con aceite, pero era lo único disponible y también debieron racionarla.
Así sobrevivieron los 17 días siguientes. Muchos apenas si podían incorporarse, otros tenían temblores constantes y el desánimo era general. El capataz Sepúlveda era uno de los que se mantenían más o menos enteros y trataba de dar ánimo, a veces con métodos que rozaban lo violento. Cuando vio que uno de sus compañeros, Claudio Yáñez, llevaba horas tirado en el piso, casi sin moverse, débil y entregado a lo que creía que era una muerte segura, caminó hasta él y lo amenazó: “¡Eh, conchatumadre, levántate, porque si sigues tirado ahí te morirás y te comeremos!”.
El grito, que retumbó por todo el interior de la mina, no sonó a chiste. Hacía días que no tenían nada para comer.
“Estamos bien los 33″
Había llegado al límite y para el 22 de agosto la mayoría ya se había resignado a morir. Fue entonces cuando escucharon el ruido de un trépano y vieron emerger la punta metálica que rompía la pared de roca.