“Donde aprietas, sale pus”, me dijo hace poco un amigo, con una voz de desencanto a la que no pude rebatir con otra alentadora. Es que la afirmación de mi desencantado amigo llegó acompañada de una larga lista de casos recogidos en todos los ámbitos imaginados, públicos y privados, nacionales y locales. Unos más graves que otros por el impacto que están provocando en el país, pero todos al final nocivos para la sociedad. Muy, pero muy dañinos, como sin duda son los escándalos que trascienden fronteras —el caso de BoA y su “desapercibido” cargamento de 484 kilos de droga en un vuelo comercial—, los que aterrorizan a todos —como el del Banco Fassil y la muerte trágica ya casi olvidada de Carlos Alberto Colodro López— y los recurrentes en gobernaciones y municipios.
La lista sigue, no acaba ahí. Incluye casos denunciados en las universidades y escuelas, en negocios privados, incluso en organizaciones pequeñas que van desde clubes de todo tipo, hasta organizaciones religiosas o juntas vecinales sean de barrios o en condominios. Son cada vez no solo más numerosos, sino también más descarados, con el peligro que esto entraña: el del acostumbramiento. Un extremo que lleva a escuchar cada vez más voces lamentando que “lo poco espanta y lo mucho amansa”. De hecho, ¿no da acaso para decir hoy que estamos amansados ante la avalancha de malas noticias? Son tantas y tan seguidas, que han dejado de ser novedad. Son la regla y no la excepción. Excepcionales son hoy las buenas noticias, lo que ocurre de acuerdo con la ley, lo justo y cabal.
Tal vez sea por este acostumbramiento que los escándalos, como el de narcoBoA, el del Banco Fassil, el de la muerte trágica de su interventor o los recurrentes por cobros de coimas, ventas de ítems y extorsiones denunciados en la Policía, en las alcaldías, etcétera, no logran indignarnos al punto de exigir, pero en serio, el esclarecimiento de los mismos y la sanción de sus autores materiales e intelectuales. Peor aún, no logran al menos generar rechazo a los hechos y a sus responsables, sino todo lo contrario: aval, justificación, consentimiento y hasta emulación. ¿De qué otra manera se explica que frente a tantos escándalos no haya una movilización inmediata y contundente contra tanto ladronicio y corruptela?
Más grave aún es la situación cuando a esa avalancha de corrupción se suma otra constante no menos preocupante y peligrosa como es el de la violencia, también en todos los ámbitos, sean públicos o privados. Otra vez se repite el lema que contrapone el espanto al acostumbramiento. Son tantos y tan reiterados los hechos de violencia, que tal parece nos han acostumbrado a que “así nomás es”. Poco espantan, o si acaso espantan, el espanto dura poco, como lo estamos viendo de manera brutal en el caso de la muerte del interventor del Banco Fassil: a dos semanas de la tragedia, poco o nada se sabe de las investigaciones iniciadas el fatídico sábado 27 de mayo. De pronto, otro escándalo aparece en escena y damos vuelta a la página Colodro, sin más. Ya pasó con el caso del hotel Las Américas, el de Gabriela Zapata, el del Fondo Indígena y más.
Recurrentes y rutinarios se han vuelto también los atropellos alentados y cometidos desde el poder central, afectando a la gente y a las instituciones. Un ministro puede salirse de sus roles y arrogarse atribuciones que no le competen, vulnerando derechos y competencias, y no pasa nada. Nuevamente el caso Fassil y, particularmente, el de la muerte del interventor son ejemplo de lo afirmado, expuesto en la actuación del titular de la cartera de Gobierno. Lo mismo vale para hablar de policías, fiscales y jueces: no hay semana en la que no protagonicen otros escándalos o cometan más abusos. En la semana que termina los volvimos a ver en acción: policías reprimiendo o extorsionando a civiles, incluso aprehendiendo a jueces; jueces dilatando, manipulando audiencias y sentencias; y fiscales librando y ejecutando órdenes de aprehensión según los intereses de los gobernantes de turno.
No hay institución libre de estas arbitrariedades. Es más, podemos afirmar que no hay institucionalidad. Como señala el título que abre esta reflexión: estamos frente a una desinstitucionalización desbordada, incontenida y alentada desde el poder central, que nos está llevando cada vez más a acercarnos a la que se reconoce como la quinta etapa de la muerte, que no es otra que la de putrefacción. Un estado que la lengua española define como “un proceso natural de descomposición”, aunque en el caso que hoy nos ocupa no es natural, sino más bien provocado y que nos lleva a preguntar: ¿estamos entrando a esa quinta etapa, la muerte, como Estado y como sociedad? Y si es así, ¿hay modo de frenarla, de evitar la muerte, la putrefacción de todo?
Vaya momento en el que estamos. Un momento que demanda con urgencia un estate quieto, una frenada, un tiempo para reflexionar. Un tiempo de paz para pensar, ¿será posible?