El canciller Rogelio Mayta se reunió hace algunas semanas con Mark Wells, el subsecretario adjunto para el Brasil y el Cono Sur de los Estados Unidos, y luego con el canciller Lavrov de Rusia en Caracas. Estos días ha llegado el canciller brasileño a Bolivia, con el ánimo de estrechar las relaciones. Se trata de reuniones protocolares, pero, en cambio, construir relaciones efectivas con el mundo nos viene tomando mucho tiempo, que no es el que se invierte en estas breves reuniones.
Lula visita Estados Unidos y China con gran libertad y Alberto Fernández fue a Rusia, metió la pata con unas declaraciones, pero ahora se la pasa con sus ministros visitando la Casa Blanca para obtener la ayuda estadounidense con el FMI. El propio Gustavo Petro ha iniciado una labor de mediación entre Venezuela y Estados Unidos, fuera de convertir a Bogotá en el posible centro de las negociaciones entre la oposición y el gobierno de Caracas. Todo eso muestra que los países en la región expanden sus brazos diplomáticos hasta donde pueden. Es Bolivia la única que, en un momento multipolar, ha decidido privilegiar un polo, portarse bien y hacer buena letra con él, nadie sabe bien para qué, y encima tomándose mucho tiempo para dar pasos en su política exterior.
Cuando Luis Fernando Guachalla acuñó eso de que Bolivia es un país de contactos, no de antagonismos, quería expresar una vocación, que es la de enlace con otros países. Su posición geográfica hace a Bolivia partícipe de varias esferas de las que el país puede sacar rédito. Pero ocurre de un tiempo a esta parte que Bolivia es más un país de antagonismos que de contactos. Las relaciones con Perú se encuentran en su peor momento en años, las relaciones con Estados Unidos llevan quince años congeladas y, mientras en Brasil gobernó Bolsonaro, decidimos no tener embajador en Brasilia, como si las relaciones no fueran con el Estado brasileño. Ha tenido que ser Brasil el que dé un giro en su política interna para que Bolivia se sienta habilitada a corresponder las muestras de cercanía, cuando ni en los peores momentos de la relación argentino-brasileña, para poner un ejemplo, Argentina dejó de tener embajador en Brasil.
En la muerte de Benedicto XVI, ni una palabra de pésame salió de los tuits de los principales mandatarios bolivianos, como si las relaciones con el Vaticano fueran asunto de banderolas y afinidades. Parecemos un grupo de adolescentes que decidimos no tener relaciones con quienes no veneran nuestras consignas.
Las relaciones de Bolivia con el mundo son un asunto de importancia. Una política exterior mínimamente trabajada debería ver dónde debe situarse el país para cumplir el adagio de Guachalla, y evitar antagonismos que solamente provocan nuestro aislamiento. El punto es tan grave que, en muchos casos, delegamos implícitamente la política exterior en otros países. Así, nos relacionamos con Rusia conforme dictaminen nuestros socios de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y no tenemos relaciones normales con Estados Unidos cuando los propios venezolanos activan negociaciones para ese fin.
Nadie sabe cuán graves son las materias de Estado que impiden abrirse, sin necesidad de arriar banderas, hacia Santiago o Lima. El solo hecho de relacionarse, que debería ser la normalidad, tiene en nuestro caso unos requisitos gravosos que simplemente inducen a otros países a dar vuelta la página y postergar cualquier relacionamiento sustancial con Bolivia.
En el caso chileno, por ejemplo, ocurre algo paradójico. La afinidad ideológica de ambos presidentes no ha servido casi para nada más que no tener declaraciones hirientes de lado a lado, pero hemos estacionado todo en el maximalismo de pretender que recompongamos ya las tratativas sobre el mar con soberanía sin un mínimo proceso de maduración, después de haber perdido en La Haya de la manera en que lo hicimos.
El principio debería ser la autonomía del país, sin comerse el tiempo y eludiendo todo canon caprichoso que nos cierre puertas.
El autor es abogado