El Lula da Silva que volvió al poder después de su encarcelamiento por corrupción es una versión recargada de sí mismo, un Lula 2.0 aún más cercano a los dictadores latinoamericanos que en sus presidencias anteriores. Así lo ha dejado entrever, no sólo con sus maniobras para criminalizar a la oposición en su país, sino también con recientes declaraciones donde afirma que “la dictadura en Venezuela es una construcción narrativa”.
No coincide con el mandatario brasileño la Misión internacional independiente de determinación de los hechos de las Naciones Unidas sobre la República Bolivariana de Venezuela (MIIV), que detalla en un reporte de fines del año pasado cómo “el Estado venezolano utiliza los servicios de inteligencia y sus agentes para reprimir la disidencia en el país. Esto conduce a la comisión de graves delitos y violaciones de los derechos humanos, incluidos actos de tortura y violencia sexual. Estas prácticas deben cesar inmediatamente y los responsables deben ser investigados y procesados de acuerdo con la ley”.
El relativismo de Lula se parece mucho al de quienes definen a Cuba como “una democracia diferente”, y en el fondo se trasluce una concepción donde la verdad objetiva no existe, sino simplemente las versiones que se emitan desde el poder.
Si todo es narrativa, construcción de un relato, los derechos humanos pueden ser relativizados sin límite.
Protagonista principal de la mayor red de corrupción de toda la historia de América Latina, Lula tiene razones por demás para tratar de reescribir los sucesos. Pero más allá de las motivaciones personales, expresa una corriente ideológica o filosófica que antes condicionaba el criterio de verdad a que el argumento fuera sostenido por tal o cual clase social, y que en la actualidad lo hace depender del sostenimiento del relato por determinados “colectivos vulnerables”, o lo que una oligarquía burocrática diga por ellos, como antes la vanguardia se arrogaba la vocería del proletariado. Es el Partido como una “comunidad epistemológica” vertical.
Si los autoritarismos tradicionales estaban ligados con frecuencia al dogmatismo, a un absolutismo de la verdad, los del nuevo siglo pueden venir de la mano del relativismo. De manera que la lucha por las garantías individuales tendrá que ser también un combate por ciertos parámetros de objetividad en el análisis político-social, una defensa del pensamiento científico frente a la discrecionalidad narrativa de los poderes que buscan, a su conveniencia, la abolición de la verdad.