En el artículo 129 del Código Penal se describe al delito de ultraje a los símbolos nacionales de la siguiente manera: “El que ultrajare públicamente a la bandera, el escudo o el himno de la nación, será sancionado”. Pues bien, ese tipo penal, ¿será constitucional?
Empiezo recordando que, por orden de la garantía de legalidad prevista por la Constitución Política del Estado (CPE), cualquier sanción debe fundarse en una ley anterior al hecho punible. Lo que implica que la ley formal debe describir matemáticamente la acción u omisión que merecerá castigo e incluso, por orden de la misma, en caso de duda, se favorece al encausado.
Más allá de consideraciones legales, esa garantía de legalidad es hasta de sentido común, pues el legislador debe informar previamente al ciudadano que, si realiza esa conducta descrita por el Código Penal como delito con una sanción también determinada, se asume que éste será libre de cometerla o no.
El legislador penal cree pues en el libre albedrío del soberano para elegir delinquir o no, ateniéndose obviamente a las consecuencias.
Entonces, uno de sus principales efectos consiste en la exigencia de taxatividad. Se entiende que como el tipo penal contiene esa función informadora y delimitadora, la acción u omisión a ser castigada por el más feo de la película, como es el derecho penal, debe estar matemáticamente descrita —con chuis— sin lugar a interpretaciones subjetivas e, incluso, sin necesidad de acudir a alguna otra norma para completar o entender el tipo penal.
Este, debería por sí mismo, informar o, mejor, advertir al ciudadano que si hace tal o cual cosa, o no hace estando obligado a hacerlo, será castigado con la pena que también contiene ese tipo penal.
Por eso se dice, y estoy plenamente de acuerdo con ello, que la garantía de legalidad es la base fundamental del derecho penal, al menos en los países genuinamente democráticos. Hasta ahí la doctrina que, conste, es la luz que alumbra al derecho.
Pues bien, en la cruda realidad es evidente que el legislador penal ordinario enfrenta cotidianamente serios problemas a la hora de delimitar o describir taxativamente las conductas, al momento de hacer un código penal.
Unas veces lo hace por la dificultad natural que surge de poder cumplir adecuadamente con tales exigencias que son delicatessen doctrinales; otras porque son unos levantamanos consumados que no tienen ni de taquito esos atributos —sus asesores deberían tenerlos— y sólo piensan en los votitos que populacheramente podrán lograr y/o mantener, o porque sencilla y llanamente su mala fe les sirve como esperanza para que, llegado el momento, sus serviles jueces o fiscales, puedan interpretar como a ellos les dé la gana un tipo subjetivo o impreciso, estirándolo como acordeón de feria.
En el caso concreto, sostengo:
a) Ultraje es un término sumamente subjetivo que puede prestarse a cualquier interpretación. De acuerdo con los diccionarios jurídicos en línea, significa “agredir sexualmente a alguien”; aunque por extensión se aplica también a: “Injuria. | Ataque al honor, ya sea causado de palabra u obra”. Advertirán, entonces, que no cumple con la garantía de taxatividad (“principio que impide calificar como delito conductas que no se encuentran definidas como tales por la ley e imponer penas distintas a las previstas en ella”, según la RAE).
b) Además, el nomen iuris del tipo es “ultraje a los símbolos nacionales” refiriéndose a la bandera, escudo o himno. Es verdad que ahí no aparece descrita la wiphala, requiriéndose para completar el tipo, a una norma que no está en el Código Penal y menos en ese tipo, sino exige recurrir al Art. 6.II de la CPE, donde se señala que “los símbolos del Estado son la bandera tricolor (…), el himno boliviano; el escudo de armas; la wiphala, la escarapela, la flor de la kantuta y la flor de patujú”.
c) Peor aún, más allá de esas imprecisiones que no cumplen con la taxatividad, es más evidente que ese tipo penal en cuestión vacía de contenido la garantía constitucional y convencional de libertad de expresión, por la que toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, expresado individual o colectivamente; a expresar y difundir libremente sus ideas, pensamientos y opiniones, por cualquier medio, comprendiendo —vía control de convencionalidad— la libertad de buscar, recibir y difundir, informaciones e ideas de cualquier índole.
Entonces, una idea o pensamiento cubierto y protegido por la libertad de expresión bien podría consistir en “ultrajar” una bandera X: poniéndola como mantel, llevándola arrugada en el bolsillo, usándola como ropa interior o en una polera; pisándola, envolviéndose con ella para un partido de fútbol o marcha, etc., acciones que a una parte de la población pueden parecerle reprochables, pero que, aunque no les guste a algunos, forman nomás parte del contenido de esa libertad.
Es más, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dejado sentada una línea vinculante también para los agentes estatales bolivianos, en sentido de que ese derecho resulta aplicable no sólo a la información o a las ideas que son recibidas favorablemente o son consideradas inofensivas o indiferentes, sino también a aquellas que ofenden, chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población.
Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y la apertura, sin las cuales no puede existir una genuina sociedad democrática.
“No tiene sentido el respeto a la libertad de expresión si el ciudadano sujeto de ese derecho no puede luego divulgar sus ideas” (Raúl Peñaranda).