Por suerte no vivimos en Suiza. Porque si viviéramos allí, las mujeres recién hubiéramos obtenido el voto en 1971, dieciocho años después de que mi madre lo obtuvo en Bolivia, en 1953.
“En Bolivia las mujeres no están tan mal”, señalan varios indicadores. Tenemos uno de los indicadores más altos del mundo en cuanto a mujeres parlamentarias y en posiciones de autoridad estatal. Pero debemos mirar bien otros que importan y, aun aquellos que son positivos, hay que leerlos entre líneas para verificar el cumplimiento de los derechos de las mujeres.
Un indicador clave es el de la mortalidad materna. Si bien es cierto que esta cifra ha mejorado desde 2000, en Bolivia todavía mueren por complicaciones en el parto 155 mujeres por cada 100 mil bebés nacidos vivos: 81 puntos por encima del promedio de la región y solamente por debajo de Haití y Venezuela: una cifra sobrecogedora. Ese indicador también revela las inequidades sociales, pues más de dos tercios (68%) de esa pérdida son mujeres indígenas. El bono Juana Azurduy fue creado para mitigar este problema, entre otros, pero no está funcionando como debiera. Si llego a la presidencia, no sólo mantendré este bono, si no que velaré porque cumpla su cometido.
Por otro lado, la OIT informó que en Bolivia ocho de cada 10 personas que trabajan están en la informalidad. El 87% de estas personas son mujeres. Traducido a números, eso significa que casi nueve de cada 10 personas en el sector informal son mujeres. Por ello, reducir la informalidad es también una medida de equidad de género. Puedo adelantar que, en este rubro, la solución implica menos palo y más zanahoria.
Entre la población más joven, las mujeres en el sector informal urbano sufren las mayores desventajas. Las jóvenes reciben las remuneraciones más bajas, a la vez que se concentra sobre ellas la responsabilidad del cuidado familiar. Mientras que un joven varón enfrenta casi el doble de posibilidades de desocupación que un adulto, las mujeres jóvenes registran una tasa de desocupación tres veces mayor a la de un hombre adulto. Estas cifras están vinculadas al “empleo frágil”, rasgo laboral del grupo joven, por su alta empleabilidad en trabajos menos protegidos, temporales o informales, y los bajos costos de despido asociados a la poca experiencia requerida.
Una de las mayores inequidades se da en la disparidad salarial entre los empleados hombres y mujeres que realizan el mismo trabajo y tienen igual formación y experiencia. Aunque el artículo 48 de la CPE garantiza la paridad salarial, según datos de la Encuesta de Hogares 2019 del INE, las mujeres, por hacer el mismo trabajo, ganan 26,5% menos que los hombres, siendo este porcentaje mayor para las mujeres indígenas, afrobolivianas, migrantes y madres.
Hay varias leyes que apuntalan el artículo 48 de la Constitución: Código del Trabajo, Ley de Trabajadoras a Domicilio, Ley Contra Violencia de Género, Ley de Empresas Públicas, Convenio 100 de la OIT, ratificado por Bolivia, y otras. Claramente, el problema no es la ausencia de normas, si no su falta de implementación. Para que la paridad salarial sea efectiva, el sector público debe transparentar los salarios de sus funcionarios y la escala salarial. El sector privado debe ser sujeto de evaluaciones periódicas sobre este tema.
Un reciente artículo de Indermit Gill, Economista Jefe del Banco Mundial y su colega Tea Tumbric indica que cerrar esta brecha, a nivel global, podría duplicar el crecimiento del PIB en una década. No hacerlo implica un enorme desperdicio de capital humano que una economía de ingresos medios-bajos, como la boliviana, no puede permitirse.
En Bolivia, el 60% de las personas que se titulan del sistema universitario público son mujeres. Sin embargo, la participación de las mujeres entre las personas ocupadas es de sólo el 45%. Es decir que los recursos públicos y millones de horas de trabajo invertidos en profesionalizarlas resultan desaprovechados y, una parte de ese tan valioso capital humano formado, desperdiciado.
Para promover la participación justa de las mujeres en el mercado, me propongo adoptar políticas de empleo para ambos hombres y mujeres que permitan distribuir mejor el tiempo y el rol del cuidado, de manera que no se estigmatice ni a los hombres ni a las mujeres. Aunque de largo plazo, esta medida es necesaria para modificar los roles sociales.
En Bolivia no se puede soslayar el tema de la violencia de género, pues siete de cada 10 mujeres sufren alguna forma de violencia sexual, psicológica, física o económica y, en tres cuartas partes de los casos, tiende a ser repetitiva y no suele ser denunciada por las víctimas. Cuatro de cada 10 mujeres de 15 y más años sufrieron violencia sexual a lo largo de su vida.
Según la Defensoría del Pueblo, cada cuatro días una mujer es víctima de feminicidio. Durante 2020 se registraron 38.212 casos de violencia familiar y en 2023 este número creció a 42.634. El promedio de tiempo entre el periodo de denuncia y la sentencia es de 12 meses, con casos extremos que tuvieron una duración de tres años. La justicia que tarda, ya se sabe, no es justicia.
Lo que se puede hacer para empezar a enfrentar este problema incluye: a) incorporar en la currícula escolar la prevención de la violencia y capacitar a docentes, b) garantizar mecanismos de denuncia en las escuelas, c) fortalecer el sistema de seguimiento al procesamiento de casos de violencia contra las mujeres para reducir tiempos, denunciar fallos corrompidos y evitar la reincidencia y d) crear órganos especializados en feminicidio y otros delitos contra las mujeres.
Bolivia ha dado grandes pasos en la dirección correcta. Las leyes están. Lo que no estamos haciendo bien es hacerlas cumplir, desde el Estado. Se necesita la voluntad política para lograrlo. Le debemos a Bolivia poner en juego todo su potencial. Hoy demasiadas mujeres no ejercen todos sus derechos y no se integran plenamente a la fuerza de trabajo por esta falta de implementación. Cuando lo hagan, seremos otro país.
La autora es economista y precandidata a la presidencia del Estado