Espero con bastante impaciencia el censo, no porque imagine alguna sorpresa en los datos finales. Al contrario, asumo que confirmaremos algunos cambios radicales que el país ha vivido en el último medio siglo. Pienso en la transformación de Bolivia en un país mayoritariamente urbano, la rápida caída de la tasa de natalidad o la alfabetización de la cuasi totalidad de la población (que habla esencialmente español, como era de esperarse).
Occidente conoció esos cambios hace un siglo. Nuestros vecinos tardaron más, pero vivieron lo mismo hace décadas. Era inevitable que sucediera lo mismo acá. Lo notable de Bolivia, sin embargo, es la rapidez de los cambios.
Si un joven bachiller viajara 50 años al pasado (casi nada en términos históricos), estoy convencido de que no reconocería el país. Dos tercios de la población, menos de 5 millones, vivirían en el campo. Luego, con una tasa de fertilidad de 5,7 hijos por mujer (más del doble de la actual), observaría un país más joven. En cuanto a valores y práctica religiosa, las diferencias serían más visibles. Y el bilingüismo dominante lo dejaría sorprendido.
Era inevitable que estos cambios radicales, en apenas dos o tres generaciones, provocaran sentimientos de pérdida y desarraigo en nuestra sociedad, hablaría incluso de crisis de sentido.
Sería interesante estudiar la obsesión boliviana con la “identidad” y la tradición. Así, las ideologías indigenistas no serían una forma de progreso o inclusión, sino una reacción, de tinte étnico, a la transformación cataclísmica del campo en las últimas décadas. Los regionalismos, esencialmente defensivos y provincianos, serían una forma de protegerse contra una evolución percibida como amenaza.
En términos ideológicos y políticos, la sociedad boliviana ha respondido hasta ahora de manera bastante conservadora a los cambios de este medio siglo. Y no es difícil afirmar que esas cosas están destinadas al fracaso.