Durante décadas, las instituciones oficiales, las clases dominantes, sus políticos e intelectuales han convencido a los demás bolivianos que la democracia se reduce a elecciones, enmascarando el problema de fondo de las grandes desigualdades de ciudadanía que ocurren en la vida cotidiana.
En efecto, en una sociedad tan compleja como la boliviana, aunque no se crea, es menos difícil garantizar elecciones cada cinco años, que construir instituciones igualitarias —por ejemplo, sistemas educativos y de salud verdaderamente universales— lo que pone de manifiesto la persistencia de grandes tareas democráticas pendientes.
Ante la inexistencia de condiciones socio-culturales arraigadas en la sociedad civil que posibiliten la igualdad de ciudadanía, el trato desigual es el ser cotidiano de los bolivianos. Me explico con algunas anécdotas.
Jueves 14 de marzo, 8:05 de la mañana, zona Muyurina, Cochabamba. Un coche de uso privado cruza el puente de Tupuraya de sur a norte e ingresa por un desvío hacia la avenida Uyuni, mientras un minibús de transporte público le toca bocina desde atrás. Por la ventana del coche saca su cabeza un hombre en sus treintas, de tez trigueña, y grita: “¡raza maldita!” al conductor del minubúa, un hombre de rostro cobrizo que bordea los 50. La expresión no ha sido siquiera meditada, es espontánea, prereflexiva. El que humilla siente eso que dice, sinceramente. Es su habitus, un esquema de apreciación preconsciente que ha sido asimilado en el transcurso de su existencia social.
Dicha apreciación no puede ser captada mediante encuestas, donde prevalece el relato políticamente correcto (“todos somos iguales”) —ahí las organizaciones no gubernamentales y los medios de comunicación confirman su relato recogiendo un pálido reflejo de lo que vienen inculcando hace décadas— sino en situaciones particulares de conflicto, cuando el prejuicio y los sentimientos a él asociados salen a la esfera del discurso y se manifiestan de modo violento.
Vimos otro episodio de ese tipo en noviembre de 2019, cuando los motoqueros sostenían ardientemente estar luchando por la democracia, mientras simultáneamente pateaban a campesinos y mujeres de pollera.
Dicha “esquizofrenia social” tiene raíces socioculturales profundamente incrustadas en la sociedad civil. No es un problema “ideológico”, de “izquierdas” o “derechas”; o, al menos, es uno que hermana a ciertos tipos de “izquierdistas” con derechistas.
Lo mostró Jorge Sanjinés en La nación clandestina: un militante izquierdista que escapa de la dictadura, se topa en medio de la pampa altiplánica con Sebastián Mamani, un comunario indígena. Le dice que es perseguido pues lucha por la causa de los “hermanos campesinos” y le pide ayuda para esconderse. Sebastián no le comprende, pues no habla castellano. Pronto los soldados aparecen y el militante izquierdista, que ve la muerte cerca y no logra hacerse comprender, grita “indio de mierda”.
Actitudes similares tuvieron los dirigentes de una anterior FUL trotskista —confrontados con el Gobierno del MAS, que los persiguió y encarceló con saña— representando en caricatura a Evo Morales como un burro con toga, como un ignorante animalizado.
Discursivamente, un plano muy superficial de la ideología, quienes se representan como democráticos e inclusive revolucionarios pueden, en situaciones particulares, poner espontáneamente en evidencia la verdad que se anida en sus almas. René Zavaleta llamó a eso “dogma preburgués de la desigualdad”, o sea es una creencia. Y así como uno no escoge su credo, sino que lo asimila irreflexivamente, de modo similar nadie elige racionalmente ser racista. El dogma de la desigualdad es preconsciente, irracional, de ahí que no pocos niegan ser racistas, aunque lo son.
Dicho esquema cultural se origina en los hogares. Luego, la diversidad de colegios y de instituciones educacionales, junto a las profundas asimetrías de clase, lo refuerzan. Finalmente, se consolida en los espacios laborales públicos y privados, donde son las influencias y no la meritocracia las que definen el ascenso social.
En Bolivia no existen instituciones universales que construyan igualdad de ciudadanía desde la sociedad civil. De ahí que resulta bastante ingenua esa tesis liberal de que los bolivianos —así en general— somos predominantemente democráticos.
Nos gustan las elecciones, claro, pero no nos vemos ni actuamos como iguales. Eso, evidentemente, no se cambia mediante elecciones, ni con leyes, sino a través de una profunda transformación de las estructuras sociales. Un inicio consiste en modificar lo que hasta hoy ha sido la definición hegemónica de la democracia en Bolivia.