En los años noventa del siglo anterior se expresaba una pugna entre la triunfante embestida neoconservadora y la resistencia social que se le opuso. En el primer bando los gobiernos del MIR-ADN, luego el del MNR y, por último, nuevamente ADN-MIR y aliados varios, recogieron el legado que impuso el movimientista, encabezado por Víctor Paz con su paquete de ajustes y reformas de 1985.
Al frente y, ante el debilitamiento extremo del sindicalismo obrero y urbano, los campesinos intentaban llenar el vacío de conducción, al mismo tiempo que irrumpía inesperadamente el movimiento indígena de tierras bajas que en su primera marcha demandaba las aparentemente humildes demandas fe “tierra, territorio, dignidad”. La sencillez de las reivindicaciones contenía, sin embargo, una impugnación global al modelo de estado discriminador, racista y colonial vigente desde que se declaró la independencia.
Era esa la semilla del poderoso proceso constituyente que se abriría paso y culminaría con la aprobación de nuestra Constitución actual, la única de nuestra historia, nacida de una amplia y prolongada deliberación colectiva, durante los 15 años entre la marcha indígena y la instalación de la asamblea constituyente, convocada finalmente por un gobierno que se propagandizaba como campesino e indígena.
Los hechos mostraron luego su rápido tránsito contra los pueblos originarios que radican la mayor parte del tiempo en sus Tierras Comunitarias de Origen (TCO).
Las demandas de referéndum, desmonopolización de la representación política y la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente se adhirieron al programa inicialmente planteado por los pueblos indígenas.
Esas tres reformas políticas condensaban décadas de aprendizaje de nuestra sociedad que empezaba a asimilar que la economía estatal en manos de profesionales políticos puede ser igual o más explotadora que la de patrones privados, y es por eso que en el camino nacieron y se fortalecieron las reivindicaciones de participación y control social, que son parte del núcleo duro de innovaciones constitucionales, al lado de los derechos indígenas y la ampliación democrática descentralizadora y autonómica.
Son estas, en su sentido original y más puro, demandas libertarias reales, porque establecen el derecho a una social presencia activa, pactada y continua con las instancias legislativas estatales, a intervenir en los procesos de creación y diseño de normas y leyes, como también debería ocurrir con la iniciativa legislativa ciudadana, mañosamente postergada y omitida hasta hoy.
El control social supone vigilancia y acción ciudadana, al margen y por encima del estado, con poder real y capacidad ejecutiva para vigilar y contrarrestar los abusos y corrupción ejercidas mediante prácticas estatales.
Las “leyes marco” del masismo traicionan ese mandato y lo deformaron, convirtiendo al control social en un espacio de negociación y confraternización entre burócratas gubernamentales y burócratas sindicales, ávidos de corromperse con privilegios, y carentes de capacidad y herramientas para prevenir, rectificar o enfilar el castigo de funcionarios abusivos o corruptos. El MAS hizo del control social un patético e ineficaz muro de lamentos, y de la participación social una forma de las peores prácticas del corporativismo extremo.
El vaciamiento y deformación de nuestra Constitución comenzaron, como se dijo, a ejecutarse por el MAS unificado y se mantienen ahora, promovidos por las ramas del MAS gubernamental y por la fracción del MAS opositor.
Su último avance es la iniciativa presentada por Luis Arce Catacora para torcer y expropiar el carácter de herramienta de democracia participativa del referendo popular y convertirlo en mecanismo para dirimir pleitos de las facciones que buscan manipular la voluntad popular, así como de evasión de sus responsabilidades y obligaciones gubernamentales.
El carácter torcido del referendo que quiere montar el Ejecutivo, con la consulta a los tribunos mercenarios del TCP, autoprorrogados y culpables de crímenes antidemocráticos y de lesa constitución, vuelve a demostrar que los actuales gobernantes preparan el camino para quedarse, mediante la continua alianza con un TCP que, golpistamente, se ha otorgado la capacidad de reformar por su cuenta la Constitución, embargar su voz y anular elecciones populares, como ya hizo con el referendo de febrero de 2016.
Mientras Arce Catacora hacía preparar su discurso presidencial, su ministerio de Justicia llevaba a cabo una subrepticia maniobra antidemocrática, presentando al TCP, a mediados de julio, un recurso en el que se le instruye (supuestamente consulta) legalizar que el Ejecutivo pueda convocar un referendo, mediante un simple decreto.
La trampa está montada, queda por verse si con la adición de errores gubernamentales alcanzará el tiempo para hacerla funcionar, o si la sociedad la tolerará o descarrilará.
El autor es director e investigador del Instituto Alternativo