Los actos reflejos, como reír, sonrojarse, enojarse, precisamente porque son difíciles de controlar, expresan nuestras verdades más íntimas, nuestros inconfesables prejuicios, aquellos que solamente expresamos cuando “perdemos el control”, o cuando nos sentimos a nuestras anchas, con personas de nuestra entera confianza, como los amigos con quienes nos comportamos como lo que somos.
La particularidad de los actos reflejos es que nos delatan en público, nos muestran, si es que por ahí existe un atento escucha u observador.
Una de las características del espacio que ofrecen las redes sociales es que las personas exponen su intimidad de modo cada vez más frecuente. Los grupos de WhatsApp, en particular, ofrecen oportunidades inigualables de revelación. Otorgan un espacio virtual de confianza en el que las personas se “deslenguan”, siempre virtualmente, abriendo sus almas. En ocasiones, este espectáculo puede ser grotesco, incluso horroroso.
Un buen ejemplo son las reacciones en torno al conflicto localizado en la zona de Parotani, entre la Policía y los campesinos adeptos a Evo Morales. En uno de esos grupos virtuales mencionados, de los tantos que existen en la Universidad, unos docentes expresaron que “con los campesinos no se puede hablar”, “¡que les metan bala!”.
Comentarios de este tipo, en periodos normales suelen ser censurados y se expresan dentro de círculos particulares. Otra cosa sucede en momentos de crisis y de conflictividad social. Aquel relato de la muerte ha vuelto a salir de los círculos de confianza. Como sucedió durante las masacres de Senkata y de Huayllani en noviembre de 2019, está volviendo a inundar las redes: “metan al Ejército”, “mano dura con estos animales”, dicen personas, muy conocidas por expresarse usualmente de modo muy democrático, respetuosas de las instituciones, del estado de derecho, y bla, bla, bla. Convocan a la masacre, dictan sentencia de muerte.
Nick Crosley, un sociólogo especializado en movimientos sociales, discípulo de Pierre Bourdieu, indica que las coyunturas de crisis y de conflicto social son propicias para gatillar la emergencia de ciertas disposiciones dóxicas, de habitus que están latentes en periodos de normalidad, fuera de la esfera del discurso, salen a la superficie, toman forma como relato. Podríamos añadir que incluso llegan a pugnar por convertirse en hegemónicos.
Su potente reaparición, sobre todo como antesala de las masacres, pone de manifiesto las poderosas pulsiones predemocráticas, oligárquicas, antiigualitarias, muy presentes en la vida cotidiana- que echan por el trasto las ingenuas y superficiales valoraciones institucionalistas de que Bolivia es una sociedad democrática. Llama la atención que persista en las almas de multitudes de “ciudadanos”, “gente de la ciudad”, de “clase media”, “estudiantes” o “con formación profesional”, el deseo reaccionario de que un sicario haga justicia por mano propia, meta bala.
El código penal boliviano otorga una pena máxima de 30 años de cárcel, luego de sentencia ejecutoriada. Lo peculiar del caso que nos ocupa es que no faltan los manifestantes de la “clase media”, que, sin ser jueces, sin estrados judiciales de por medio, sin debido proceso, asumen como totalmente justo que se masacre a los campesinos. “Los ciudadanos” ya han dictado sentencia de muerte. En su universo de creencia, la masacre es justa y legítima. Una suerte de derecho consuetudinario. La claman, la imploran, la desean. Y reaparecen sus héroes, el exmilitar Manfred Reyes Villa, los motoqueros, expresando dichas demandas.
Entre los chats de WhatsApp y la calle, este espíritu reaccionario se ha ido abriendo camino hasta tomar forma de movimiento social. Entre sus integrantes hay quienes dictan sentencia de muerte públicamente y sin sonrojarse. Sacan la cabeza en una situación de disgregación y división de las organizaciones de los trabajadores del campo y la ciudad. Son los ingredientes de una situación de derechización en ciernes, en la que elementos reaccionarios se sienten como peces en el agua, a sus anchas.
Los monstruos salen de sus escondites.