El mundo de hoy avanza sin duda alguna mucho más rápido que el de nuestros abuelos y bisabuelos, y muchísimo más rápido que el de hace tres o cuatro siglos. El de hace miles de años debió ser muy lento, casi estático. Pequeñas comunidades humanas, dispersas unas de otras, debieron conformar, pues, un mundo relativamente fácil de entender, o al menos mucho más fácil de entender que el de la actualidad.
En los minutos en que escribo esto, miles de artículos periodísticos como este se han publicado y seguramente cientos de patentes de invención se han registrado.
Unos versos de T. S. Eliot de su obra teatral en verso La roca (1934) preguntan: ¿Dónde quedó la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde quedó el conocimiento que hemos perdido con la información?
Creo que aquellas frases definen la realidad de lo que —más como peligro que como oportunidad— vivimos hoy en día, como mundo y generación. En una palabra, me refiero a la inmediatez y la fluidez que se suceden a mil por hora en desmedro de la reflexión y la prudencia, las cuales requieren siempre algo de quietud y hasta de soledad.
Conforme los tiempos avanzaron, el ser humano fue acumulando cantidades inimaginables de información de todo tipo, lo que no necesariamente se tradujo en sabiduría (entiéndase, en un conocimiento razonado de la ida y una planificación a largo plazo). Entre esta y aquella está el conocimiento, que, hoy lo sabemos, no necesariamente es científico (pues a veces deriva en realidades distorsionadas o medias verdades) o no necesariamente se usa para bien.
A inicios del siglo XX, el Nobel de Química Fritz Haber, que fue también director de la Sección Química del Ministerio de Guerra alemán, utilizó sus conocimientos para fabricar gases venenosos que mataron a miles de soldados aliados. Y como el de Haber —es decir mentes brillantes que fueron utilizadas como instrumentos de una maquinaria ideológica irrazonable— hay centenas de ejemplos.
Aquella reflexión de T. S. Eliot escrita en La roca puede ser análoga a aquella otra reflexión de Max Weber con la que explicó la diferencia que existe entre la razón instrumental (la que hizo posible la bomba atómica, la penicilina o la anestesia) y la razón global (la que hace posible la democracia, la convivencia civilizada y la vida, tanto humana como animal y vegetal).
Me parece que detenernos un momento a reflexionar sobre estas cuestiones es vital en nuestro tiempo, cuando un aluvión de petabits fluye por la red o, sencillamente, cada vez más personas hablan, ya que la abundancia de información puede estarnos alejando de la cordura y la democracia.
Millones de noticias falsas, de historias de Instagram, de libros nuevos, de artículos científicos y de memes y videos tontos de gatitos que aparecen a cada minuto son el signo inequívoco de esta nuestra época. Pero la circulación de mucha información no es necesariamente sinónimo de una humanidad mejor informada y más dialógica. Y mucho menos de sociedades sabias.
En primer lugar, porque una vida humana, que en el mejor de los casos alcanza a los 95 o 100 años, no basta para consumir y decodificar tanta información. En segundo lugar, porque mucha de esa información es trivial o falsa.
La facilidad que hoy tiene el ser humano para expresarse no sólo es una oportunidad para la gran conversación democrática, sino también un peligro por la proliferación de nidos de información errónea o premeditadamente falsa que puede suponer.
En este escenario, una de las víctimas puede ser el sistema democrático, que solamente puede existir cuando los individuos de una sociedad hacen uso de la razón y están bien informados.
Una persona relativamente joven, por ejemplo, puede odiar a Donald Trump o a Claudia Sheinbaum, o puede idolatrar a Jair Bolsonaro o a Cristina Fernández, debido a información poco precisa o directamente falsa que se publica en las redes.
De hecho, los algoritmos de plataformas como Facebook trabajan así, incitando nuestros prejuicios y dando cuerda a la máquina de la subjetividad, ignorando la de la objetividad.
Las redes sociales, al menos en lo que a política y cultura se refiere, estimulan mucho más el sistema límbico que la corteza prefrontal del cerebro, que es la parte que razona y sopesa.
Por tanto, cabe preguntarse si la supervivencia de los sistemas democráticos, que ahora se enfrentan no solo a populismos normalmente apoyados por masivos grupos de gente tradicionalmente excluida, sino también a pasiones azuzadas por los algoritmos, está asegurada en el mediano y largo plazo.
Por consecuencia, también cabe estar alertas y vigilantes ante los desafíos que puedan comprometer el sistema democrático liberal, que, según el ya mil veces citado Winston Churchill, es el menos pernicioso de todos lo que se han inventado hasta ahora.
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