Sucedió que en el inicio de los tiempos, iba la Humildad caminando hasta que un brillo repentino la encandiló por el brillo refulgente de las medallitas colgadas del pecho de los mortales que deambulaban, siempre ocupados, de aquí para allá y entrando a un lado y saliendo por otro; notó ella que a cada rato, a cada instante, se entregaban premios a diestra y siniestra y se publicaban los logros en uno y otro lado, recibiendo elogios los unos y aplausos los otros, formando un mar de alabanzas que, en muchos casos, desbordaba en un maremoto de hipocresía.
—¿Por qué tanta gente tiene ahora mérito y dicha? —preguntó la Humildad.
—Porque ahora todos son especiales —respondió el Ego, que alcanzó a oírla y que no a los lejos se deleitaba con el espectáculo.
—Pero si todos son especiales, nadie es especial —replicó la Humildad.
—No entiendo —dijo el Ego.
En ese momento fue que la Humildad le explicó, con lujo de detalles, sin sorna ni alevosía, que a ella le apenaba que en el mundo de los mortales los premios y las medallas fueran la moneda común con la que se transaban los intereses personales y las conveniencias futuras; que era más fácil comprar un premio bajo el rótulo de interés, adulación o beneficio, que ganarlo a base de esfuerzo o capacidad.
—Pero lo peor —prosiguió la Humildad—, es que con mérito o sin él, se reconocen principalmente los logros de la mala política, los actos de los caudillos ambiciosos y hasta los intereses de los egoístas de solemnidad, pero nadie reconoce el progreso más especial y esencial: la humildad. Porque notarás que los más premiados son, en muchos casos, los más corruptos y aquellos devorados por la soberbia, los poderosos y aquellos de buen padrino, pero nunca el trabajador de a pie que cumple su jornada con esfuerzo y de sombra a sombra, tampoco la madre que se sacrifica por sus hijos, ni el humilde que hace sus tareas con esmero.
—Sigo sin entender —indicó el Ego.
En ese instante la Humildad se dio cuenta de que el Ego nunca le entendería, porque solamente pensaba en sí mismo y nunca jamás le podría interesar nada que no sea él; por eso estaba tan cómodo en este mundo, por eso se regocijaba viendo los baños de presunción en los que vivían los líderes de turno y los discursos prolongados en los que destacaba el “yo esto” y el “yo aquello”.
—A este mundo lo mueve el ego —aseveró, y en reclamo eterno decidió callar para siempre.
Es desde entonces que el Ego se apoderó del mundo y habla hasta por los codos, en tanto que la Humildad espera en silencio a las almas buenas que la quieran seguir, si es que acaso la logran encontrar.