En su archireconocida Tesis sobre el concepto de la historia, el filósofo judío alemán Walter Banjamin desglosa una serie de ideas sobre el progreso y la destrucción que este implica. Una de sus principales tesis se explica a partir de un cuadro, el Ángelus Novus, que alza vuelo hacia el cielo mientras mira hacia atrás, con sus desorbitados ojos, y observa cómo su avance va dejando una estela de destrucción. A medida que avanza, la catástrofe que lo precede “amontona sobre sus pies escombro tras escombro”. Esta tormenta es el progreso: es una acumulación de ruinas.
El filósofo escribió el texto mientras huía de la persecución nazi y envió una copia a su amiga Hanna Arendt poco antes de morir en la frontera entre España y Francia, en 1940. Es una de las críticas más duras hacia la modernidad.
El tiempo ha pasado y la tesis está vigente. Hoy la idea de progreso (liberal y capitalista, claro) está rodeada de un aura que le hace parecer imbatible. Avanza a punta de descubrimientos científicos, crecimiento económico y ampliación urbana, pero a su paso deja hecho añicos el medio ambiente, las culturas locales; amplía la desigualdad y multiplica la guerra. La promesa de progreso capitalista basta hoy, incluso, para ganar elecciones. Nada parece ponerse al frente de esta idea de progreso. Es, como dicen Jameson y Zizek, más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
El progreso en Bolivia, por ejemplo, destruye tanto como construye. Por cada hectárea de soya o por cada mina de oro autorizada hay kilómetros de flora y fauna asesinadas que ya no se recuperan. El proyecto agroindustrial o el modelo de desarrollo que se vende en los medios promete prosperidad económica y social, pero no menciona el costo. Esto no es nuevo, pero es sorprendente la forma en que este discurso se reinventa cada cierto tiempo.
José Saramago, ganador del Nobel de Literatura, en su célebre obra Ensayo sobre la ceguera, relata la historia de una extraña epidemia que deja a todos ciegos, menos a una mujer. Ella, esposa de un médico que también perdió la vista, observa cómo el mundo se cae a pedazos y cómo los humanos despliegan sus más despreciables rostros. Durante la catástrofe sanitaria, descubre que los humanos están haciendo lo que siempre hacen; que, en realidad, ya estaban ciegos antes de perder el sentido de la vista. El final, claro, es más optimista, pero el mensaje es evidente: no vemos lo que nos destruye hasta que nos ha destruido.
El también Nobel de Literatura Albert Camus, en su libro La peste, cuenta una hermosa crónica sobre una ciudad argelina caída en desgracia por una enfermedad, la peste, traída por las ratas, que obliga poner la urbe en cuarentena. En su estilo, Camus nos sumerge en una historia que deja muchas reflexiones sobre la supervivencia, la responsabilidad, el miedo, la muerte y cómo situarse, individual y colectivamente, en una realidad que apabulla.
En una de las escenas finales, antes de que la peste acabe su paso de muerte y desolación en la ciudad de Orán, el médico Rieux intercambia con su amigo Tarrou un diálogo sobre el sentido de la vida, de la muerte y la condición humana frente a un escenario de desastre.
Tras sentir en carne propia las inclemencias de la peste, Tarrou, un personaje muy reflexivo y lúcido, dice que la humanidad siempre arrastra —sin darse cuenta o sabiéndolo— sus males, su peste. “Yo padecía ya de la peste mucho antes de conocer esta actitud y esta epidemia”, dice, y sentencia: “Basta decir que soy como todo el mundo, pero hay gentes que no lo saben o que se encuentran bien en ese estado, y hay gentes que lo saben y quieren salir de él. Yo siempre he querido salir”.
¿Somos hoy apestados y no lo sabemos? o ¿lo sabemos, pero estamos cómodos con ello?
En la mencionada obra de Saramago, la mujer del médico —no se conocen los nombres de los personajes—, luego de ver todo lo que ha visto, concluye: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven”.
Y es así, no vemos.