“En medio de un incendio forestal se percibe un montón de olores, nunca son los mismos, ya no se sabe ni a qué huele, puede ser a frutas, a animales que se están quemando”, cuenta Ronald Copa, un bombero voluntario que estuvo más de dos semanas, entre septiembre y octubre, combatiendo el fuego que abrasó la región de Guarayos, en Santa Cruz.
No era la primera vez que participaba en una misión voluntaria para luchar contra las llamas. En entrevista con la Revista OH!, recordó que estuvo hace un año en Rurrenabaque, Beni, a donde viajó solo, y también ayudó a sofocar el incendio de los totorales de la laguna Alalay, en 2023.
Es bombero voluntario desde 2019. De profesión guía turístico, tiene 30 años y estudia fisioterapia y kinesiología.
Este año, Ronald partió a Santa Cruz con la brigada Rescate Cochabamba. “Fuimos un contingente de 15 personas, de 20 a 40 años aproximadamente, cuatro muchachas y 11 hombres. Viajamos por tierra, con nuestros equipos de protección personal y para combatir el fuego, además de víveres y agua, gracias a las donaciones que se recolectaron en Cochabamba”, comenta.
El grupo estaba comandado por Javier Cáceres, 36 años, voluntario desde 2003 y graduado como rescatista en el SAR - FAB, diseñador gráfico de profesión y actualmente concejal del municipio de Tiquipaya.
DIFICULTADES
Antes de ponerse a trabajar, y durante sus tareas para controlar los incendios en Guarayos, ellos y el resto de brigadistas del grupo de voluntarios Rescate Cochabamba encararon “problemas de organización”.
En Santa Cruz no hallaron “quién les indique dónde estaba el fuego”, según refiere Copa, y decidieron trasladarse a Guarayos donde los municipios de Ascensión y Urubichá estaban declarados como zona de desastres desde el 30 de agosto.
En Ascensión se contactaron con la alcaldesa de Urubichá, adonde los transportaron. Allí “tenían gente, había militares, voluntarios de la Fundación Feros, de Santa Cruz, y bomberos venezolanos que estaban trabajando en Salvatierra, a unos 20 km al noreste de donde estábamos. Al principio parece que no sabían dónde mandarnos”, cuenta Copa .
Y cuando comenzaron sus tareas se enfrentaron con “dificultades logísticas. No teníamos agua. Había sequía total allá y durante más de una semana tuvimos que apagar el fuego con tierra, trabajando con nuestras palas”, dice Cáceres. Cuando las cisternas comenzaron a asistirlos llegaban a los incendios horas después de los bomberos.
Otro inconveniente fue tener que “caminar más de tres kilómetros para llegar al punto de intervención”, agrega.
Copa es más preciso: “Nos daban las coordenadas para llegar a las llamas, pero con un margen de error. Eso, en el monte donde hay que abrirse paso con machete, cargado de equipos y 20 litros de agua, complica mucho el trabajo”.
ESFUERZO
“Hay dos tipos de trabajo —explica Copa—: el ataque directo y el indirecto. En el primero, uno se enfrenta al fuego para apagarlo con el agua de las mochilas, con batefuegos, con rastrillos, con lo que se disponga”.
Esa tarea puede realizarse “de manera constante unos 40 minutos, después hay que salir del lugar y descansar porque el humo sofoca, aunque se tenga una máscara con buenos filtros, y el calor es agotador, se transpira mucho, al punto de escaldarse”.
El ataque indirecto consiste en “hacer líneas de defensa, es decir, una especie de camino de unos dos metros de ancho y cinco a seis kilómetros de longitud, sin material que pueda arder. En esa tarea se puede aguantar más tiempo, varias horas, pero igual el calor es sofocante, hace doler la cabeza, deshidrata, uno puede desmayarse. Creo que todos hemos caído con un golpe de calor, nos hemos descompensado”.
Esas líneas de defensa impiden que las llamas se extiendan… cuando no hay viento.
RIESGOS
El viento es precisamente el factor de riesgo que más preocupaba a Javier Cáceres por la seguridad de sus camaradas. “Apagamos un incendio y el viento, en la tarde o en la noche, lo volvía a encender”, refiere.
“Es cambiante”, agrega y cuenta: “Una noche —porque por estrategia trabajábamos en la noche— estábamos apagando un incendio y justamente el viento se puso a soplar, avivó las llamas y el fuego nos rodeó. Hemos tenido que salir corriendo, estábamos con vehículos y si nos quedábamos hubieran ardido y quizás hubiéramos tenido bajas”. No es el único riesgo. Trabajando de noche la visibilidad es escasa y en el monte “hay que andar con cuidado porque no se sabe qué animalito puede uno tener encima o debajo. Y las garrapatas se le pegan a uno donde no te imaginas”, señala Ronald Copa.
DIVIDIDOS
Hay también el miedo a la gente que ronda en motos y con escopetas, que mira indiferente cómo sufren los indígenas del lugar que ayudan a los voluntarios “sin protección, con abarcas, con apenas un trapo” para no respirar el humo.
El voluntario observa que “las poblaciones grandes están divididas. Están los que hablan quechua y están los que hablan guaraní. Los intrusos, que no son del lugar, y los del lugar, que están desprotegidos”.
Y hay también los habitantes pasivos. “Un domingo que el fuego se estaba acercando a Urubichá, su misma alcaldesa, con lágrimas en los ojos, decía que nadie le apoya, ni los funcionarios municipales”, comenta.
Pero ¿qué motiva a estos voluntarios a capacitarse para luchar contra el fuego y hacerlo lejos de sus hogares? “Mi motivación mayor es mi familia, mis hijos que quieren seguir mis pasos. También creo que nadie hace nada por la naturaleza hoy, a mí me han inculcado eso de ayudar a los demás. Por eso, soy y he sido voluntario antes de político”, dice Javier Cáceres, concejal de Tiquipaya.
Para Ronald Copa, su camarada de grupo de voluntarios Rescate Cochabamba, “es un instinto de protección que trasciende la individualidad, protección de la vida, de la naturaleza, de todo aquello que carece de medios y herramientas para valerse por sí mismo. Eso me empuja a capacitarme como rescatista, como bombero forestal e intentar estar lo más preparado posible para lo peor, para lo que acontezca”.