Hoy, 1º de mayo, es el Día Internacional de los Trabajadores, la conmemoración del movimiento obrero mundial en la que se celebran los logros sociales y laborales obtenidos, comenzando por la limitación de la jornada de trabajo a ocho horas, y se proclaman reivindicaciones a favor de las clases trabajadoras. Todo ello en el marco de manifestaciones callejeras más festivas que de protesta.
En Bolivia, los festejos de este día sirven también para que el Gobierno haga oficial —mediante la promulgación de los decretos correspondientes— el incremento salarial anual.
Así ha ocurrido durante décadas, con ligeras variaciones, en un contexto donde el trabajo informal —sin estabilidad laboral ni beneficios sociales— alcanza cada año mayores proporciones y, al mismo tiempo, decaen las condiciones de seguridad y salubridad en los entornos laborales.
Ambos aspectos parecen ausentes de las preocupaciones tanto del Gobierno, que se reclama “del pueblo”, como de la Central Obrera Boliviana, convertida desde hace un lustro en una “organización social” cuya afinidad incondicional con el partido gobernante desacredita su representatividad.
Y son para preocuparse, como bien lo destaca el director de la oficina de Organización Internacional del Trabajo (OIT) para los países andinos.
En Bolivia, señala ese alto funcionario, “la incidencia de muertes relacionadas con el trabajo es más alta que la registrada en las Américas (24,9 muertes por cada 100 mil habitantes mayores de 15 años versus 22,3 en la región), y preocupa que todavía miles de personas mueren cada año (…)”.
Los datos sobre esa triste variable son poco precisos “si consideramos, además, que Bolivia tiene una altísima proporción de trabajo informal, con serios déficits en la calidad del empleo y en la protección de las y los trabajadores.
Según los datos del último informe de la OIT, la tasa de informalidad en Bolivia llegó al 80% en 2022, es decir, casi 8 de cada 10 personas trabajan en esa condición”, agrega el funcionario internacional.
Hay más motivos de preocupación, pues a las inquietantes perspectivas de los efectos que tendrá el desplome de la economía mundial en el plano laboral, durante una década, según los expertos, se suman los imprevisibles, y ciertamente necesarios, cambios que podrían registrarse en la matriz productiva del país.
Este panorama impone una reflexión profunda, acerca de las maneras más convenientes de adaptarnos a aquellos cambios. Esto, en el marco de las relaciones obrero-patronales, la representatividad y el rol de los sindicatos —en el caso de los trabajadores formales—, y de la definición de estrategias para extender los derechos laborales a los trabajadores informales e incluirlos, en contrapartida, en el universo de contribuyentes.