Aquella mañana de calo, encontró a los viejos amigos en una charla de esas que el tiempo borra, pero que la memoria no olvida.
—No me gustan los radicales —aseveró Clemencio Durán, recordando los tiempos en que vivió exiliado por la dictadura.
Ruperto Patroclo le miró con esa mirada insomne que en su momento supo ganarse el afecto de la muchacha que ambos amaban, pero no alcanzó a entender el comentario de su amigo.
—Me refiero al presidente electo en el país vecino —le aclaró, notando en el rostro de su coterráneo que éste andaba más perdido que chancho en trapecio.
—¿Pero acaso preferías que sigan los maleantes que hundieron a ese pobre país? —preguntó Ruperto Patroclo entendiendo a cabalidad el planteamiento.
—¡Por supuesto que no! —aclaró Clemencio Durán—, pero estoy convencido de que en los extremos radica la mala fortuna.
—Sólo esperemos que lo haga mejor que los zurdos —dijo con voz resignada el hombre.
La charla pasó de ese tema al de los incendios que devoraban los bosques del país y que nublaban los cielos de las capitales y ahogaban los pulmones de los parroquianos.
—El expresidente autorizó tanta quema —se quejó dolido Clemencio Durán.
—Eso y muchas cosas más —respondió Ruperto Patroclo.
Fue en ese instante que vieron pasar por ahí a los nietos de sus amigos y a los hijos de sus hijos, amigos todos desde una infancia de pantalla y botón, de monitor y computador, y de meme y red social.
Llevaban todos sobre la cabeza unos patitos amarillos que, a decir de ellos, eran el adorno de moda. No hacía falta decir más, porque a lo lejos otros andaban de aquí para allá con patitos amarillos en franca rebelión contra otro tipo de indumentaria.
Cuando los viejos les contaron a los chicos sobre sus preocupaciones, éstos no les regalaron ni una pizca de su atención y siguieron con los ojos atentos en los videitos de moda y en las publicaciones irrelevantes. Tras insistirles, apenas lograron un “ahhh”, y tras persistir un poco más obtuvieron un par de “ajás”.
—Esta generación está muy poco informada —dijo en voz baja Ruperto Patroclo.
—Eso es obvio y evidente —afirmó Clemencio Durán—, lo que pasa es que prefieren tener la cabeza llena de pajaritos.