El Tribunal Constitucional (TC) boliviano se creó mediante la reforma constitucional de 1994, e inició sus actividades el 1º de junio de 1999. El comienzo de esta historia se sitúa, sin embargo, unos años antes cuando en marzo de 1993, en cumplimiento del acuerdo político de 9 de julio de 1992, celebrado entre el entonces presidente de la república, Jaime Paz Zamora, y los jefes de los principales partidos políticos, un Congreso Extraordinario sancionó la ley de necesidad el 31 de marzo de 1993, promulgada el 1º de abril por el vicepresidente constitucional de la república, Luis Ossio Sanjinés.
La creación y consolidación del TC no fue nada pacífica, entre otras cosas, porque había opositores encabezados por exministros de la Corte Suprema de Justicia, y en cuanto ascendió el gobierno del MAS (18 de enero de 2006), no tuvo reparos en descalificar a la institución y a sus primeros magistrados. La guerra no declarada de ese Gobierno consistió no sólo en el hostigamiento público y promover que grupos afines al partido gobernante hayan tomado e incendiado parte de sus instalaciones en Sucre, sino también se encargó de iniciar juicio de responsabilidades a los magistrados para defenestrarlos, al extremo que el TC estuvo completamente “boqueado” más de dos años.
En el Informe Anual de Labores (2006-2007), el TC denunciaba a los denominados “Ponchos rojos”, y a los cuatro mil mineros, que destrozaron con dinamitazos parte de la fachada del edificio, sin que las fuerzas del orden hayan tomado medidas para evitarlo por no estar autorizadas a reprimir ningún movimiento social, dejando desprotegida a una entidad estatal de la turba enardecida que atacaba con violencia.
Sin embargo, con sus luces y sombras, la tarea jurisdiccional del TC ha cumplido más de dos décadas, de modo que hoy sus resoluciones son referencia obligada para la interpretación de prácticamente la totalidad de nuestro ordenamiento jurídico. Todo este reconocimiento se debe no sólo a la naturaleza de la institución, aunque ello contribuyó mucho, sino, sobre todo, a la personalidad de los primeros 10 magistrados del TC que fueron designados por consenso de entre juristas de auténtico prestigio y profesores universitarios.
En sus primeros años, el TC tenía que realizar, y lo consiguió, una doble tarea que sólo él podía desempeñar: hacer realidad las normas constitucionales y efectuar una labor educadora para nuestra cultura jurídica, huérfana de tradición jurídico-constitucional. El programa de pedagogía constitucional y los permanentes seminarios nacionales e internacionales, contribuyeron a la consolidación de la conciencia constitucional. Y entonces podría decirse que los bolivianos tenemos derechos fundamentales no sólo porque la Constitución los reconozca, sino, sobre todo, porque el TC los hacía realidad (por lo menos en su primer quinquenio de funcionamiento).
En una primera etapa, el TC centró sus mejores esfuerzos en asentar los principios y valores constitucionales, haciendo una interpretación expansiva en materia de derechos y libertades fundamentales facilitando la plena operatividad de éstos en las diferentes esferas de la vida jurídica. Así, por ejemplo, reconoció la primera elección popular de los prefectos de departamento, según SC 075/2005 de 13 de octubre. Y anuló resoluciones judiciales, que tenían el sello de cosa juzgada, cuando advertía que en esos procesos se había vulnerado derechos y garantías previstos por la Constitución.
Otra novedad fue la fuerza vinculante y obligatoria de su jurisprudencia tanto vertical (para los jueces y tribunales de jerarquía inferior), como horizontal (para el propio TC o tribunales de igual jerarquía). Y cierra el sistema judicial porque en contra de “las decisiones y sentencias del TC… no cabe recurso ordinario ulterior alguno” (Art. 203 CPE). La doctrina impartida por el TC deviene vinculante para los órganos Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Electoral.
El TC supuso, en realidad, una verdadera revolución jurídica que nos pone a tono (en teoría) con los grandes adelantos jurisdiccionales en materia constitucional, y busca proteger la supremacía de la Constitución y los derechos fundamentales, que constituyen la razón de ser de todo Estado que se precie de organizado y mínimamente moderno.
Sin embargo, la autoprórroga vulnera la Constitución y constituye una puñalada al corazón del sistema constitucional.