En las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, la generación que hoy bordea los 70 u 80 años de edad se identificaba casi en su totalidad con las ideas de la izquierda marxista. El marxismo, en aquel entonces, era lo que el ambientalismo es hoy: parte del espíritu de la época. Ser de izquierda era sinónimo de inteligencia, honestidad, principios rígidos y una vocación incuestionable en defensa de la vida humana en un escenario de igualdad en todos los ámbitos de la existencia.
El aparato propagandístico e ideológico de la izquierda internacional nos proclamaba como una generación transparente, esperándose de un izquierdista un comportamiento intachable y un compromiso irrenunciable con la sociedad. Estos mandatos no sólo eran de cumplimiento obligatorio, sino que además eran aceptados voluntariamente. Nadie nos exigía ser lo que éramos; lo hacíamos por principios y un verdadero anhelo de cambiar y mejorar nuestros países. Ex post, parece una ingenuidad adolescente.
En ese contexto, de pronto tuvimos que observar con más calma lo que sucedía en Cuba y finalmente parecía cierto (y no mera propaganda norteamericana) la realidad de la Unión Soviética, China y los países socialistas de entonces, todos transformados en terribles dictaduras, iguales o peores que las que habíamos combatido con toda el alma.
Hugo Chávez (luego de la caída de Salvador Allende en Chile) tomó el poder y pensamos que nuestros más anhelos se cumplirían. Sin embargo, rápidamente notamos que todos nuestros valores hacían crisis: la izquierda encarnada en Hugo Chávez era todo menos el prototipo del respeto y superación humana que habíamos soñado.
No solo nos invadieron las dudas, sino que teníamos ante nosotros la evidencia dramática del fracaso del ideario socialista y el colapso de una izquierda generacional que terminó sumida en la más profunda decepción.
El socialismo de Chávez era peor a cualquier forma de explotación capitalista y se parecía demasiado al fascismo. Lo llamaron populismo, pero según un experto en el tema, no es más que “fascismo en clave democrática”.
Resultó que nacimos en la izquierda, y la izquierda que nos dio la vida intelectualmente terminó peor que el fascismo. Luchamos por la libertad y los gobiernos de izquierda lo primero que hicieron fue suprimirla; luchamos por los derechos humanos y la izquierda en el poder se especializó en violarlos; luchamos por una sociedad más honesta y la izquierda terminó como un tropel de mafiosos, narcovinculados y carroñeros.
Nuestro objetivo final era crear una sociedad en la que, fieles a Marx, los ciudadanos encontraran un escenario de realización humana en todas sus dimensiones. Pero lo que dejó el socialismo fueron sociedades en que ni siquiera pensar era posible.
Criticábamos radicalmente el carácter represor del Estado capitalista, pero el Estado socialista resultó ser la encarnación de las formas más brutales de represión. Luchamos por eliminar la corrupción, y los gobiernos de izquierda resultaron ser los más corruptos de toda la historia del capitalismo occidental. Nuestra mayor aspiración era construir sociedades de paz, y la izquierda hizo de la violencia estatal y la confrontación social la clave de su estadía en el poder.
La idea del hombre nuevo que encarnaba el Che Guevara quedó resumida, en los hechos, a la imagen de un tirano que en nombre de un ideal no dudaba en disparar a quien se interpusiera en su camino. Su ensalzado valor se derrumbó cuando el famoso slogan “Patria o muerte” fue sustituido por el dramático “no disparen, soy el Che”. Así quedó claro que aquello de morir con gloria no pasó de ser un buen discurso. La inmaculada imagen de valientes revolucionarios desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Ahí comprendimos que nos habían vendido humo por mucho tiempo.
Toda una generación, la mía, vivió un espejismo que el socialismo del siglo XXI puso en evidencia. Las pocas certezas en las que podíamos creer se las devoró la corrupción. Ahora tiene sentido la pregunta de la camarada Claudia Hilp, valiente guerrillera tupamara que se sometió a las más brutales torturas y represión, con toda su honestidad intelectual y revolucionaria planteó una interrogante que nos lacera el alma: “¿Qué hubiera pasado en nuestras sociedades si hubiéramos tomado el poder?” Lamentablemente, a la luz de las últimas décadas de socialismo del Siglo XXI, ya tenemos la dolorosa respuesta.