En ninguna época de la historia como en la nuestra se ha valorado y defendido tanto la pluralidad y la tolerancia de las ideas y de las opciones de vida y, sin embargo, ninguna otra época ha resultado tan polarizada y obligada a alinearse con posiciones extremas.
Para la izquierda progre y socialista los liberales son todos genocidas, sionistas, explotadores e imperialistas. A su vez, para la derecha liberal, sus adversarios ideológicos son todos tiranos, ladrones, fraudulentos y mentirosos. En las redes sociales no hay puntos intermedios: o aplausos de los afines o insultos de los contrarios.
El prolijo espectáculo de la inauguración de los Juegos Olímpicos, con la parodia de la Última Cena de Leonardo, ha dividido la opinión pública en dos frentes: el de los indignados por la burla a un símbolo cristiano y los negacionistas escusándose en la libertad artística o en la referencia a otra pintura profana. Cada bando se ha sentido en la obligación de posicionarse: los cristianos ofendidos contra los progres de toda laya. Al final la sangre no llegó al río gracias a las disculpas de los organizadores y la eliminación de la escena controvertida del video oficial de los Juegos. Lo único que no escuché fue una crítica a la vulgaridad de la escena, un concepto que, lamentablemente, cada vez más se asocia con las exhibiciones de los colectivos LGBT.
En el campo político, la misma polarización, con la obligación de alinearse, se ha dado en las recientes elecciones de Venezuela. La regla no escrita es que si eres de izquierda debes respaldar a Maduro, pero si el fraude lo cometen mis amigos no es fraude.
Al margen de la “lealtad” de políticos (españoles, in primis) que han mamado miles de euros de las tetas del chavismo, me impresiona la negación de cualquier indicio que invita a una mayor actitud crítica antes de alinearse públicamente. La polarización actual explica el inmediato reconocimiento del resultado por parte de gobiernos alineados con el eje (más pragmático que ideológico) Moscú-Beijing-Teherán, bajo el argumento de que ellos acatan lo que las instituciones determinan. Curiosamente, son los mismos que reconocieron de inmediato al Gobierno de Jeanine Áñez en noviembre de 2019.
La ciencia tiene su metodología en caso de controversias. Se puede ser admiradores y amigos de un premio Nobel y sin embargo discrepar de sus resultados si se tiene argumentos sólidos de que están equivocados. Una sentencia, atribuida a Aristóteles, debería guiar nuestro actuar en casos de controversias en cualquier campo del quehacer: “Amicus Plato sed magis amica veritas” (Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad).
Un católico que defendiera “por obligación” la pedofilia de un cura, por más artista o hacendoso que fuera, ¿no es equiparable a un progre que defiende un fraude descarado o la pedofilia de un dirigente político, por más indígena que fuera?
Asimismo, mientras en Bolivia Héctor Arce, un locuaz diputado “evista” que, en un rapto de lucidez, sembró dudas sobre la transparencia de las elecciones venezolanas, es obligado por su “Platón” a retratarse, en Chile, su presidente izquierdista ha exigido transparencia en el recuento, siendo por eso blanco de insultos en las redes sociales por parte de los alineados con esa parodia de izquierdas que representan Maduro y asociados. Gabriel Boric, al igual que Pepe Mujica, demuestra que se puede ser de izquierda sin dejar de ser demócrata, crítico y honesto.
No así Lula, no así Petro, dos escurridizos que se mueven entre la ambigüedad de querer ser y querer parecer. Y del impresentable presidente de México ni que decir; erguido a paladín de la no intromisión, cuando no se siente obligado a entrometerse.