Gracias a la Ley del Oro, hasta la mitad de los lingotes del Banco Central de Bolivia (BCB) puede ser canjeada por unos 1.500 millones de dólares que esperan ser gastados o invertidos. De ahí el título de esta columna, que parafrasea una popular canción del gran Papirri.
Una pista la da el discurso, más carismático que sólido, de mitad de gestión del presidente Luis Arce: proveer de billetes verdes al BCB para capear la actual efervescencia cambiaria. O sea, se fortalecerá el tipo de cambio fijo y habrá divisas (¿suficientes?) para importar insumos, medicamentos y bienes de capital, con el fin de que la economía no se detenga.
Sin embargo, se sabe que todo ese oro monetizado no será suficiente para la transfusión que necesita el Tesoro General de la Nación (TGN) por la hemorragia del subsidio a los combustibles sólo para el presente año 2023. De modo que, hasta diciembre, se habrá esfumado la mitad de las reservas de oro sólo para seguir importando caro diésel y gasolina y venderlos barato.
Nadie, en sus cabales, dudaría un instante en cortar de raíz la fuente de ese entuerto financiero, si no fuera por las consecuencias políticas y sociales de un “gasolinazo”. Se supone que “el pueblo” no aguantaría un incremento del precio del pan y del transporte y tampoco el desengaño del “modelo”. Por ende, se volcaría a las calles, poniendo en riesgo la sobrevivencia del Gobierno.
Sin embargo, ¿es realmente así? Que yo recuerde, ningún Gobierno ha caído por un gasolinazo. Los últimos dos, el de 2004 y de 2010, provocaron rechazo, como no podía ser diversamente, pero el primero pasó a ser acatado gracias a la labor pedagógica y mediática del entonces presidente, mientras el segundo fue raudamente anulado a las pocas horas, ante el miedo de la furia de la gente, particularmente de El Alto, sin que se lograra revertir el súbito incremento de precios. Una vez más, ¡la política zarandeando a la economía!
Pues, si se acepta que el miedo de un Gobierno a sus electores no justifica eludir responsabilidades, queda el “coco” de una hiperinflación al estilo UDP. De hecho, la baja inflación de los últimos años es el caballo de batalla del “modelo”, aunque ese caballo devore miles de millones de dólares en subsidios perversos, de manera que un incremento sustantivo de la inflación revelaría las limitaciones teóricas y prácticas de sus ideólogos.
En mi opinión, el fantasma de la inflación no es real si se consideran los cambios en el consumo de la energía ocurridos desde 2010 a la fecha. Por ejemplo, hoy casi todos los hornos panaderos funcionan con gas natural, lo mismo que la mayoría del parque automotor del servicio público. Consecuentemente, la eliminación del subsidio al diésel y a la gasolina incidiría mínimamente en el costo del pan y del transporte, los dos ítems básicos que suelen disparar la inflación e impactar en las clases populares. En todo caso, los eventuales incrementos en el costo de vida deben ser compensados salarialmente.
En consecuencia, el ajuste a los combustibles líquidos no debería aplicarse a las tarifas del gas natural ni de la electricidad. Si bien es cierto que estamos viviendo el fin del ciclo del gas —y no van a ser pozos como el YOP X-1 que lo reviertan—, no es menos cierto que tenemos aún suficiente gas para el mercado interno en condición de respaldar la medida sugerida.
Posteriormente, una vez estabilizado el costo de los combustibles líquidos mediante bandas de precios, se puede ir ajustando gradualmente las tarifas del gas en el mercado interno hasta nivelarlo a las otras fuentes renovables (hidro, solar y eólica).
No obstante, me temo que el Gobierno seguirá priorizando la política (sostener el “modelo” y llegar sin sobresaltos a 2025), en desmedro de la economía y del futuro del país.