“Se oyó una voz en Ramá, llantos y grandes lamentos. Era Raquel, que lloraba por sus hijos y no quería ser consolada porque ya estaban muertos” (Jeremías 31:15). Herodes lleno de ira al darse cuenta que había sido engañado, mandó a matar a todos los niños de dos años para abajo que vivían en Belén y sus alrededores.
El número de niños que han muerto en las últimas tres semanas en Gaza, ronda los 3.457. La cifra no es exacta, pues va en aumento porque cada 15 minutos muere un niño palestino. La guerra entre el Estado de Israel y el grupo terrorista Hamás, está sembrando muerte, y Gaza se ha convertido en un cementerio de infantes. De acuerdo con un informe de Save The Children, esta cifra ha superado el número anual de niños asesinados en las zonas de conflicto del mundo desde 2019.
Los argumentos y narrativas sobre quién tiene la responsabilidad de semejante genocidio rebotan de aquí para allá como las balas perdidas que llegan a los niños y niñas palestinos: que Israel solo responde los ataques del grupo terrorista palestino Hamás, quien provocó una ofensiva desproporcional el 7 de octubre, contra población israelí. El objetivo de este grupo político-militar es lograr la liberación de Palestina, ante el asedio y continuo abuso de Israel. El argumento del Gobierno de Israel, para semejante contraataque es acabar con el grupo fundamentalista Hamás, a cuyos miembros denomina “animales humanos”. Existe interés territorial y demográfico, y en el fondo una pugna identitaria de tipo nacionalista y religiosa. Bien se sabe que cuando están en juego las identidades, los esencialismos y los fundamentalismos afloran y no hay pausa para las embestidas. Identidades asesinas, diría Amin Maalouf.
El Ejército israelí, ha impedido el ingreso de ayuda humanitaria a Gaza. Ha bloqueado el suministro de alimentos, combustible, agua y electricidad. Está ocasionando dificultades para el funcionamiento de los hospitales. Es un crimen de guerra lo que se vive en la Franja de Gaza. Las bombas lanzadas por Netanyahu a territorio palestino, y el impedimento que pone el grupo Hamás a la salida de civiles palestinos de Gaza pone en un callejón sin salida a niños y mujeres, es decir a la población más vulnerable.
Nada justifica esta guerra. Lo cierto es que, al otro lado del mundo, el infierno se adelantó. Gaza tiene una población preponderantemente joven. Existe toda una generación de niños y adolescentes palestinos que solo tienen como referencia las incursiones militares, los bloqueos. Crecieron con el ruido de las detonaciones de bombas, el sonido de los aviones militares israelíes. Ni qué decir de la salud mental de la infancia gazatí, los niños sobrevivientes y heridos llevarán por siempre las cicatrices físicas o psíquicas, pues una guerra no se olvida nunca. ¿Cómo pueden ellos entender que caigan bombas en los colegios donde asisten para aprender y socializar con sus compañeros? ¿O en hospitales donde sus seres queridos acuden enfermos o heridos? ¿O en lugares de diversión como parques infantiles donde suelen ir a jugar? ¿Cómo uno entiende ese contexto y crece reponiéndose a semejante horror?
Los niños que poco o nada deben entender del odio, la venganza e intolerancia de sus atacantes, en un futuro no muy lejano, asumirán revancha, ira, resentimiento. Y el ciclo de violencia será de nunca terminar. De hecho, el grupo Hamás está compuesto por palestinos que nacieron y crecieron en la guerra y se convirtieron en adultos radicales y extremistas.
Los ataques israelitas, están devastando la zona y parece ser, incluso para la comunidad internacional, un problema imposible de resolver. Por el momento, un alto al fuego es la única manera de parar esta atrocidad. En cualquier guerra, quien gana es la muerte. Y en todas, a decir del que fue corresponsal de guerra, Arturo Pérez-Reverte, "todos los ojos de todos los niños de todas las guerras eran (y serán) una larga recriminación sin palabras al mundo de los adultos".
La autora es socióloga y antropóloga