El orden internacional emergente al final de la guerra mundial librada a comienzos del siglo XX ha colapsado. Poco a poco, sin cesar. En extremo inimaginable. La división del mundo entre capitalismo y socialismo, cada uno con su gran potencia, zonas de influencia y periféricas, terminó al desplomarse el bloque soviético, modificando radicalmente la situación en el mundo, habiendo cubierto la faz de la tierra el capitalismo como proyecto económico. Bajo modelos distintos según el grado de intervención estatal en la economía.
Ese viraje de finales de los años ochenta, simbolizado en la caída del Muro de Berlín y en la desaparición de la URSS a comienzos de los noventa, motivó a Francis Fukuyama, politólogo estadounidense, a escribir su famoso libro “El fin de la historia y el último hombre”, en el cual sostiene la tesis de que tales acontecimientos habían conducido al “punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”, según explica Ramón González Férriz en su artículo intitulado “El fin de la historia treinta años después: ¿tenía razón Fukuyama?, publicado en El Confidencial, el 16 de junio de 2019.
Los hechos refutaron esa tesis. Si bien el fracaso del proyecto marxista condujo, como se dijo, a la universalización de la economía capitalista, con distintos grados de intervención estatal en cada país, no sucedió lo mismo con la democracia liberal occidental, al contrario, las estrategias totalitarias se remozaron y surgió un poderoso bloque con los principales regímenes tiránicos del mundo -Rusia, China, Irán y Corea del Norte- como cabeza, cuyo objetivo es la derrota de Occidente articulando autocracias de distinto grado, testaferros en los organismos internacionales, diplomacia, prensa, instituciones -incluyendo iglesias- y organizaciones de la sociedad civil. Peor aún, adhiriendo al crimen transnacional organizado como uno de sus componentes, fuente de inagotables recursos financieros provenientes de la “economía canalla” en palabras de la economista italiana Loretta Napoleoni. Tales constataciones sostienen la afirmación de que el conflicto verdadero, profundo, se produce entre democracia y autoritarismo.
En esa edificación totalitaria, Fidel Castro jugó un gran papel inventando el “socialismo del siglo XXI”, proyecto operado por el Foro de Sao Paulo, secundado por Ignacio Lula da Silva y Hugo Chávez, seguido por decenas de organizaciones políticas en toda Hispanoamérica. Magistralmente, Castro decidió impulsar la toma del poder de sus aliados según el juego de la democracia liberal para después pervertirla en un totalitarismo disfrazado en el cual sobreviene la cancelación de la dignidad humana y los derechos civiles y políticos de los individuos, cuya efectividad es la única garantía de los derechos de las llamadas “segunda y tercera generación”. Todo para lograr la hegemonía totalitaria en el mundo.
La crisis estructural de Venezuela, agudizada por el gigantesco fraude perpetrado por el régimen tiránico en las elecciones del 28 de julio pasado, aporta nuevas evidencias del grado de avance de la estrategia antidemocrática en el mundo. Son inequívocas: el resultado de la votación en la sesión extraordinaria de la OEA del 31 de julio pasado que no alcanzó para una resolución que exige la publicación de las actas electorales y la tibieza de la ONU que omitió pronunciamiento alguno sobre el fondo de la crisis, habiéndose limitado a manifestar preocupación por la represión desatada contra la ciudadanía. Más deplorable aún -aunque no sorpresivo-, el atronador silencio del papa Francisco.
Todo añadido a la ineficacia de las medidas de presión aplicadas sobre el régimen de Maduro por Estados Unidos de Norteamérica (al menos el 1 de agosto el Departamento de Estado reconoció la victoria de Edmundo González Urrutia), la condescendencia de la Unión Europea que se quedó con la decisión de “no reconocer los resultados electorales” hasta que no se publiquen las actas, difundida el 31 de julio; la tardanza extrema de los recursos internacionales de protección de los derechos humanos y de las acciones penales internacionales por crímenes de lesa humanidad que, en el caso de Maduro, ya tendrían que haberlo sentado en el banquillo de los acusados.
Occidente ha quedado sin liderazgo. Es innegable. Así lo prueba el triste panorama preelectoral de Estados Unidos, con un candidato que tuvo que declinar la postulación por razones fundadas y conocidas, habiendo sido sucedido por una persona que no se sabe si reúne las capacidades que se requieren para, en su caso, conducir a la primera potencia mundial, y otro, cuyos exabruptos y amistades no son precisamente garantía para la democracia y los derechos humanos. Así lo prueba igualmente el hundimiento cultural de Europa que parece haber abdicado de sus valores en favor de otros.
Urge que Occidente, sobreponiéndose a sus flaquezas, recree y fortalezca su liderazgo democrático y refunde el sistema internacional. Sin demora.