Más allá de cómo termine el nuevo capítulo de la crisis venezolana, hay un tema fundamental que debe preocupar al mundo democrático: la creencia en las elecciones. Votar no es lo único que caracteriza a una democracia, pero es el vínculo más directo entre el pueblo y sus gobernantes. Existen otras formas de selección de representantes que no son democráticas, como la sucesión o el nombramiento, y también otras maneras de vincular a los representantes con el pueblo, como el cabildo o el referendo. Pero la elección, el voto, es la técnica democrática por excelencia.
Siguiendo a Dieter Nohlen, el “valor” de las elecciones varía de un sistema político a otro. Así, en una democracia clásica liberal el votante podrá elegir entre una diversidad de partidos, mientras en otro sistema más restringido tendrá que votar por un partido único. En teoría, la elección permite poner en competencia a ciertos aspirantes, lo que les incentiva a cumplir con sus promesas y también les obliga a controlarse mutuamente y a tener una gestión transparente y efectiva.
Es vital que la gente confíe en que las elecciones son una opción legítima para gestionar, al menos de manera parcial, los conflictos. Sin la abierta competencia por el poder entre las fuerzas sociales y políticas de un país, no hay posibilidad de democracia. Las elecciones son su fuente de legitimación y su rasgo distintivo.
La creencia en las elecciones en los países que conforman América Latina y el Caribe ha bajado paulatinamente en los últimos años, según datos del Barómetro de las Américas. En promedio, señala el estudio, en la región en 2012 un 44% de las personas expresaban confianza en las elecciones, en comparación con un 38% en 2023.
Desde la llegada del chavismo al poder en Venezuela el país pasó por más de 20 elecciones. Pero las últimas cuatro han estado rodeadas de denuncias y polémica. Hugo Chávez fue un vendaval de victorias desde su primera aparición electoral en 1999. Hasta 2013, año de su muerte, triunfó en 11 elecciones generales, referendos y votaciones regionales y perdió solo un plebiscito sobre la reelección en 2007. En sus últimos días de vida, y poco después de vencer a Henrique Capriles en 2012, Chávez designó como sucesor a Nicolás Maduro, su excanciller. Poco después murió por cáncer. Venezuela volvió a las urnas y esta vez el PSUV puso a Maduro al frente, mientras que la Mesa de Unidad Democrática mantuvo a Capriles. El resultado fue milimétrico: 50,61% para Maduro y 49,12% para Capriles, lo que abrió una crisis por denuncias de presunto fraude, que no fueron comprobadas, pero que dinamitaron la confianza en la institución electoral.
Para las parlamentarias de 2015 el Gran Polo Patriótico, que aglutinó a las fuerzas del oficialismo, perdió el rumbo y también las elecciones con una aplastante diferencia de más de dos millones de votos a favor de la MUD, que logró 112 asambleístas frente a 55 del chavismo.
La respuesta roja fue la convocatoria a una Asamblea Constituyente que se concretó en julio de 2017. Las elecciones de asambleístas tuvieron una abstención del 60%. Tanto la convocatoria como la campaña favorecieron a los postulantes chavistas, que obtuvieron 537 de 545 escaños. La empresa encargada de la tecnología electoral, Smarmatic, denunció diferencias en el padrón. En la práctica, la Constituyente de maduro suplantó todas las funciones de la mayormente opositora Asamblea Nacional. Se desató un periodo de protestas que dejó varios fallecidos.
Para las elecciones presidenciales de mayo de 2018 las sospechas sobre el órgano electoral se extendieron. Organismos internacionales como la ONU y la OEA señalaron que no había condiciones de transparencia y equidad en esas elecciones. Maduro enfrentó al “exchavista” Henri Falcon y ganó con más de 67 % de los votos, pero los resultados fueron desconocidos por varios países y organizaciones internacionales. Hubo un nuevo periodo de protestas con muertos y heridos.
Juan Guaidó, un opositor poco conocido, juró en la Asamblea como “presidente encargado” con la abierta injerencia de países como EEUU y Colombia, además de la Unión Europea, desde enero de 2019 a enero de 2023. Este intento de reemplazar a Maduro fracasó tras el reconocimiento de varios países a su gestión y la prácticamente nula capacidad de gestión del líder opositor.
Con estos antecedentes era difícil creer que los comicios de 2024 iban a ser normales. Ya desde la convocatoria hubo susceptibilidades por la inhabilitación de la candidata opositora María Corina Machado y la de su sucesora, Corina Yoris. La oposición apostó entonces por un exdiplomático prácticamente desconocido, Edmundo González Urrutia. Los comicios del 28 de julio tuvieron una alta participación y los resultados fueron presentados tras un supuesto hackeo de la base de datos del órgano electoral. El CNE declaró ganador a Maduro con 51,95% frente a 43% del opositor, pero sin liberar las actas de votación.
Al contrario, con el 80% de actas en la mano, Machado y su ahijado político se declararon ganadores. Volvió la violencia a las calles y el país hoy vive en incertidumbre. La región quedó dividida entre quienes proclaman a González, quienes buscan una salida negociada y los que reconocen a Maduro.
Por todo ello, es realmente crucial tener una institucionalidad electoral creíble y transparente, con alta capacidad técnica y tecnológica, que garantice que las votaciones sean el reflejo de las decisiones del elector y que transmita confianza. No porque las elecciones solucionen los problemas de la gente —esto nunca sucede— sino porque, con todos sus defectos, es la única forma de administrar nuestras diferencias reduciendo el riesgo de violencia. Porque si la gente se desencanta de las elecciones, ya no creerá en ellas; y sin elecciones, viene el caos.