La pasada semana, miles de micro empresarios, comerciantes y transportistas realizaron marchas y bloqueos en varias ciudades del país, demandando una solución a la falta de dólares en el mercado. En esa oportunidad, un representante nacional de los gremiales declaró a los medios que “Ya nadie quiere agarrar el boliviano, porque, lastimosamente ha perdido tanto el valor porque todo el mundo trabaja en base al dólar”. Según los dirigentes, las protestas se van a radicalizar desde principios de junio, si el gobierno no remedia la escasez de la moneda norteamericana.
La protesta de sectores populares para que retornen los dólares, resulta no sólo dramática sino paradójica, para un modelo político que tuvo en la bolivianización uno de sus paradigmas ideológicos, y que aún hoy sostiene una intensa batalla discursiva para relativizar el uso de la divisa estadounidense en las operaciones comerciales y financieras internas.
Un informe del Banco Central publicado en 2018, afirmaba, por ejemplo, que la bolivianización mejoró la efectividad de las políticas públicas, aumentó los ingresos del país, redujo las vulnerabilidades de la economía ante shocks internos y externos, fortaleció la estabilidad del sistema financiero, disminuyó los costos para la población y facilitó las transacciones. Sostenía estas conclusiones destacando que el 88% del total de los depósitos del público se encontraba en moneda nacional y sólo el 12% estaba en dólares; que el 99% de los créditos se colocaron en bolivianos, y que desde 2011 el tipo de cambio se mantenía sin modificaciones.
Para lograr el objetivo de la desdolarización, el gobierno implementó varias medidas como la ampliación el diferencial cambiario entre compra y venta de divisas, el aumento del encaje líquido por depósitos en dólares, el mantenimiento del impuesto a las transacciones financieras en dólares, el incremento de los requisitos para otorgar créditos en moneda extranjera, y la imposición de las UFV para realizar contratos en moneda local. Es decir, que implementó una política especial para desalentar el uso del dólar como reserva de valor y medio de intercambio corriente.
Pese a este esfuerzo, nuestro país mantuvo el modelo bimonetario, y aunque la mayor parte de las transacciones se hacían en bolivianos, para operaciones como la compra y venta de inmuebles, automotores, bienes de capital y de consumo durable, el dólar era tomado como referencia básica, pero sobre todo debido a que esa moneda se usó siempre para todo el comercio exterior en una dimensión considerable, si tomamos en cuenta que más del 60% de la producción depende de insumos importados que son pagados en dólares americanos.
Un factor que se pretendió invisibilizar con la bolivianizacion fue la enorme incidencia de la economía informal que, según estimaciones modestas, maneja actualmente más de 10 mil millones de dólares. Por diversas razones, esos recursos no ingresan al sistema financiero, y hoy en día disminuyen el impacto de la crisis, aunque han originado un mercado paralelo que fija el tipo de cambio hasta 30% más caro que el oficial.
Los problemas internos, como el creciente déficit fiscal, la caída de las Reservas Internacionales, la alta subvención de los carburantes, y la reducción de las exportaciones principalmente del gas, han generado una disminución importante de la oferta de dólares y configurado un escenario crítico en algunos sectores de la economía como la industria y la construcción, afectando el normal abastecimiento y la estabilidad de precios de los productos importados, aunque también están incidiendo en las remesas, los pagos de servicios al exterior e incluso las operaciones financieras.
Pero, ante todo, desnudaron la debilidad y la vulnerabilidad del modelo de bolivianización extrema y forzada, al evidenciar que la desaparición, la disminución o el ocultamiento de los dólares, ponen en riesgo la estabilidad económica y propician un estado de incertidumbre y desconfianza hacia la moneda nacional como garantía de valor.
La escasez de dólares ha evocado, en la memoria colectiva, la dramática experiencia de la desdolarización y la hiperinflación de 1983 y, aunque las condiciones actuales y el tamaño de nuestra economía hacen poco probable que se repita esa etapa, aún producen susceptibilidad y temor entre la gente, especialmente con el ejemplo de la crisis argentina, tan cercano como pavoroso.
La insistencia del gobierno en negar el problema y de buscar culpables, el persistente afán por reemplazar al dólar por el yuan, su negativa a implementar medidas estructurales o modificar el tipo de cambio, pero sobre todo la pérdida progresiva de confianza en el manejo de la economía, están acelerando una crisis de dimensiones insospechadas que ya afecta a los sectores masivos de la población, y reduce inexorablemente las opciones para enfrentarla.