En Bolivia, como en otros países del mundo con sociedades conservadoras, el pensador que escribe para reafirmar las identidades supuestamente inmutables (y valiosas) del pueblo suele recibir muchos más aplausos que el pensador que las pone en duda o las cuestiona porque las considera más un vicio que una virtud.
Por ejemplo, Franz Tamayo o Jaime Saenz generan mucho más entusiasmo que Alcides Arguedas o Guillermo Francovich. Y lo mismo puede decirse de pensadores o escritores de antes; Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, por ejemplo, es mucho más estudiado y glosado que Gabriel René Moreno… La razón de ese amor por unos y ese desconocimiento de otros es relativamente sencilla: a la gente suele gustarle aquella voz que le susurra cumplidos y no la que le dirige amargas críticas, y lo que hicieron Tamayo, Saenz y Arzáns, entre muchos otros, fue básicamente aquello.
Durante mis dos años de estudiante de Historia en la UMSA, veía que muchos de mis compañeros deliraban por Jaime Saenz, Carlos Medinaceli, Guillermo Bedregal o Víctor Hugo Viscarra, escritores cuya literatura irradia una especie de irracionalismo nativista o culturalista ornado con elementos barrocos que la hacen parecer más profunda, verdadera o entrañable.
Ese esoterismo literario era muy valorado allí. Pero los profesores tampoco estaban al margen de ese hechizo, pues estaban dedicados a sesudas investigaciones sobre la obra de Jaime Saenz, Carlos Medinaceli, Bartolomé Arzáns, Marcelo Quiroga Santa Cruz o el archiconocido y mil veces interpretado René Zavaleta Mercado.
No me parecían esfuerzos realmente negativos, pero sí algo vanos y redundantes, y además me intrigaba por qué otros grandes espíritus del panteón literario boliviano, como Gabriel René Moreno o Alcides Arguedas (este último casi una mala palabra en aquella Facultad, al menos por ese tiempo), estaban tan olvidados por aquellos investigadores y sus pupilos, tan preocupados por recuperar las esencias folklóricas y “verdaderas” de este peculiar país.
Podría afirmar con alguna certeza que las tesis de Literatura referidas a este tipo de autores irracionalistas y costumbristas deben conformar, todas juntas, una gran montaña de papel en comparación con las tesis que se hicieron sobre autores que son, podríamos decir, cosmopolitas, racionalistas y abiertos al ancho mundo, como por ejemplo Adolfo Costa du Rels.
Ante este tipo de autores, algunos manifiestan no sólo desconocimiento o desinterés, sino más bien hostilidad o desprecio, lo cual da cuenta de un espíritu poco pluralista. Y no es casual, sino causal: el irracionalismo de la tradición literaria barroco-irracionalista-costumbrista (si podemos llamarla así) traduce un espíritu autoritario, ya que al afirmar con ahínco lo propio, desprecia tácitamente la posibilidad de que influencias externas puedan permear —y mucho menos echar raíces— en la cultura boliviana, supuestamente amenazada por factores exógenos y a la que habría que rescatar o proteger.
Últimamente, quien más atención ha recibido de este tipo de autores es René Zavaleta Mercado, que es posiblemente, junto con Arguedas, uno de los intelectuales bolivianos que más atención han recibido en el extranjero. Se han hecho —y no sólo en Bolivia, sino también en México— varios eventos dedicados a él, unos de homenaje y otros de comentario sobre su obra.
Zavaleta, como Saenz o Arzáns, es uno de los diosecillos intelectuales que la élite intelectual boliviana tiene; me atrevería a decir que, por la atención a veces obsesiva que concita, en torno a su figura hay una suerte de religión zavaletiana, como existen religiones en torno a muchos autores-ídolo, como son Trotski o Marx, entre muchos otros.
Si su muerte hubiese sido trágica o algo romántica (por ejemplo, combatiendo alguna dictadura de derechas), sin duda el halo místico que rodea a su recuerdo se hubiese visto incrementado exponencialmente. Pero habría que preguntarse si no será el endiosamiento del intelectual una manera de matar su pensamiento… ¿No fue eso mismo lo que pasó con Marx o Tomás de Aquino, que terminaron siendo dogmas con sus respectivas legiones de fanáticos? Y, por último, ¿será en verdad tan valioso lo que escribió aquel sociólogo orureño que ocupó altos cargos en la academia mexicana?
Un examen frío da cuenta, entre otras cosas, de que el elogio a lo nacional-popular no ha dado resultados particularmente positivos en la academia boliviana ni en la organización del Estado boliviano. Entre otras razones, porque la apología de lo nacional-popular fue adversa al espíritu científico de las ciencias sociales y propensa al autoritarismo.
Por todo ello, y en aras de la democracia y el debate, se puede —más bien se debe— cuestionar la obra intelectual de estos diosecillos intelectuales como Zavaleta, sobre los cuales se hace poca crítica y sí en cambio mucha loa.