El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya debía aterrizar en Santiago de Chile el 12 de octubre de 1972. El plantel del equipo amateur de rugby Old Christians Club de Montevideo y familiares y amigos de ellos se trasladaban para enfrentar a Old Boys Club, un conjunto inglés, que había viajado hasta Sudamérica para la contienda.
Pero las condiciones climáticas no eran las indicadas y la tripulación optó por desviar la ruta y pasar la noche en Mendoza a la espera de que los vientos fuertes y la alta nubosidad amainen al día siguiente. Cuando despertaron, el piloto, el coronel Julio César Ferradas, y su copiloto, el teniente coronel Dante Héctor Lagurara, dudaron si era conveniente volar, pero confiaron que la meteorología del viernes 13 de octubre les iba a permitir llegar a destino sin inconvenientes después de consultar con un piloto que acababa de aterrizar procedente de Chile.
Sin más preámbulos, citaron a todos los pasajeros a las 13. Una hora y 18 minutos después despegaría el avión Fairchild, cuyo nombre sería recordado más de medio siglo después ligado a una tragedia que devino en una historia de supervivencia sin precedentes. Ese historia, la de la Tragedia de Los Andes -o La de los héroes de Los Andes- volvió a instalarse en la agenda pública, en las redes sociales y en las charlas cotidianas, a partir del estreno de “La sociedad de la nieve”, la película de Juan Antonio Bayona que muestra con crudeza los 72 días que soportaron los sobrevivientes.
¿Por qué ese avión, el Fairchild FH-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya, se estrelló en la Cordillera de Los Andes y no pudo llegar a Santiago de Chile? ¿Fue simplemente un error humano, de los pilotos, o la tecnología no estaba a la altura del desafío? ¿Con los aviones de hoy podría ocurrir el mismo accidente? ¿O fueron las condiciones climáticas las responsables del siniestro?
La meteoróloga española Mar Gómez, doctora en física, indagó en las condiciones climáticas que forzaron el choque. “Las áreas de montaña, en general, ofrecen dificultades en el pronóstico meteorológico ya que los cambios de tiempo que se producen en ellas son muy locales y repentinos”, explicó en diálogo con Infobae.
En las áreas montañosas las turbulencias se vuelven recurrentes. “Cuando sopla viento de componente este, el aire se ve forzado a ascender por encima de la cordillera y se encuentra con aire más húmedo procedente del pacifico. La interacción de las masas de aire de diferentes características genera inestabilidad y puede dar lugar a frentes tormentosos y turbulencias como las vividas”, advirtió.
La ruta prevista por el vuelo 571 establecía cruzar la Cordillera de Los Andes a 6 mil metros de altura, sobrevolar Curicó, una pequeña ciudad chilena, y recién entonces tomar dirección norte hacia Santiago. El plan se truncó producto de un error de cálculo por la falta de visibilidad una vez que se adentraron en la cordillera.
Cuando el reloj marcaba las 15:08 giraron para tomar la ruta sobre Los Andes. En sus planes estimaban llegar al Planchón, que es el sitio en el que se pasa el control de tránsito aéreo de Mendoza, a las 15:21. A esa hora, el copiloto Lagurara se comunicó con la torre de control chilena para informar que atravesaban el paso Planchón y que once minutos después sobrevolarían Curicó.
Aunque Legurara se precipitó. Tomó contacto otra vez con la torre de control y les dijo que ya veían Curicó. Pidió permiso para girar en dirección norte, pero aún estaban dentro de la cordillera. El permiso fue concedido y entonces tras la aprobación descendieron a 3.500 metros de altura, asumiendo que Los Andes ya habían quedado detrás.
Pronto reconocieron que, en realidad, seguían en el medio de la cordillera. La rebaja en la velocidad hizo que las maniobras de emergencia, los intentos desesperados por volver a elevar al avión -que encima ingresó en una bolsa de nieve que lo hizo caer más metros- fueran en vano. El ala derecha del Fairchild terminó impactando contra una montaña.
“Los pilotos se basaron en el reporte meteorológico que informaba que, a primera hora de la tarde, la situación mejoraría. La cobertura de nubes seguía siendo densa y eso generó un error en la navegación muy grave”, señaló Gómez quien cree que, con la tecnología de hoy, hubiera sido menos probable que ocurriera el accidente. “Primero porque contamos con información meteorológica más precisa y segundo porque los instrumentos hubieran determinado con precisión la distancia a las montañas”.
Un error de cálculo
Cuando la tripulación indicó a los pasajeros que se abrocharan los cinturones, hubo risas, incluso bromas ante las primeras turbulencias. Pronto el pánico se apoderó de la nave. Los sacudones se volvieron cada vez más fuertes y los rugbiers se dieron cuenta de que estaban volando demasiado cerca de las montañas. Los pasajeros escuchaban el rugido del motor a máxima potencia, pero veían que los intentos era inútiles: el avión no levantaba vuelo.
Entonces se produjo la primera explosión, la del ala derecha que se quebró con el impacto de una montaña y que rompió, a su vez, la cola del avión. Dos tripulantes y varios pasajeros volaron por los aires. Para peor, a los pocos segundos, cedió también el ala izquierda que, antes de caer, rasgó el fuselaje. El avión, lo que quedaba de él, se dirigía hacia su fin. Siguieron gritos desgarradores, horror y la sensación de muerte inminente.
“Fue un error grosero de pilotaje, un error imperdonable de la tripulación”, afirmó Jorge Polanco, de una extensa trayectoria como comandante, como consultor y asesor aeronáutico. Él no tiene ninguna duda. “No tiene nada que ver aquí la torre de control. Es un error de navegación, de cálculo, que terminó en una tragedia. No se calculó el viento, no se tuvo en cuenta que el avión no puede volar arriba de los 26 mil pies, que sería lo mínimo para cruzar la Cordillera. El error siempre es humano. Aquí no fue más que la incapacidad del hombre. Al mando estaban dos pilotos sin la experiencia necesaria”, expresó