Nayib Bukele es con toda seguridad un experimento. Surgido desde el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, tradicionalmente la izquierda de El Salvador, ha transitado un camino propio entusiasmado con la iconografía militar y el populismo liberal hasta llegar a ser presidente con un programa simplificado muy al estilo de Trump: políticos = corruptos y pandilleros = delincuentes.
Es esta última simplificación la que le ha catapultado a la fama mundial por haber tomado las medidas más contundentes en un país donde, es cierto, los homicidios diarios fruto de las guerras de bandas por el control de cualquier territorio —o por cualquier otro motivo relacionado— acabó sembrando miles de muertos hasta convertir a El Salvador en uno de los países con mayor tasa de asesinatos del mundo.
Bukele adelantó líneas para arrinconar el discurso garantista de derechos humanos e intercambiarlo por una mano dura de las de verdad: macro cárceles, estado de excepción y disparos sin preguntar. Van unos 300 muertos en esas cárceles “modelo” construidas para sembrar la duda entre los aspirantes a pandilleros y lo cierto es que los objetivos se están logrando: las tasas de asesinato bajan y muchos barrios han dejado de sentir la presión de las pandillas que sembraban el terror con secuestros y extorsiones más allá de la venta de drogas.
El mejor ejemplo de que la política de Bukele está funcionando es que muchos de los políticos de los países de su alrededor, con problemas muy similares, se están haciendo eco de sus propuestas, como la izquierdista Xiomara Castro en Honduras, o los gobiernos de Costa Rica o Panamá que van tanteando el terreno pese a que sus calles son mucho más tranquilas.
El momento ha coincidido también con la nueva ola de migración hacia Estados Unidos que los gobiernos de Trump y Biden han tratado de frenar con todas sus fuerzas tanto en la frontera como en origen, por lo que no es muy raro pensar que Bukele trabaja en coordinación absoluta, aunque en el ámbito público busquen fórmulas para discrepar.
La cuestión es hasta donde se dejará crecer esta ola que puede convertirse en peligrosa en tanto afecta a planteamientos universales del derecho, como la de la presunción de inocencia, y a poderosos intereses económicos y geopolíticos, como el de la migración.
Los gobiernos populistas y los presidentes venidos a más que se acostumbran a cruzar las líneas no suelen dejar de hacerlo. Veremos que determina Bukele cuando se acabe su periodo constitucional. Veremos si para entonces la guerra declarada contra las pandillas ha subido algún otro escalón.