Todos recordamos el año 2006, cuando el nuevo presidente juró al cargo y horas después declaraba haber invitado al presidente del Senado y a otros honorables a trasladar sus domicilios y dormir bajo el mismo techo, y así fue. El vicepresidente declaró que aún no lo haría; así comenzó el “proceso de cambio, con un embozado contubernio, como un maridaje entre dos poderes, por esencia, independientes.
Desde entonces la el Parlamento, encargado de fiscalizar las decisiones de los que gobiernan (art 158 inc. 17 de la CPE), se convirtió en la amanuense de la gobernanza: aprobar leyes previamente encargadas y consensuadas con la presidencia, a la medida de sus necesidades, para implementar los cambios. Desde entonces se anularon instituciones, se sustituyeron con nuevos nombres, nuevos símbolos y paradigmas; el proceso de cambio fue avanzando.
En el transcurso del tiempo fue necesario abarcar al poder judicial, así sucedió, y el proceso de cambio se consolidó; la nueva Constitución Política lo refrendó. Y así, bajo el nuevo modelo, las instituciones quedaron sólidas, como recomienda la democracia, instaurando la nueva versión del control democrático, ahora a cargo de los movimientos sociales: el país ya era diferente. (Por eso ahora es corriente que legisladores, presidente y ministros se reúnan “para coordinar”).
Simultáneamente, fuimos haciéndonos expertos en el aprendizaje de la “posverdad”, o sea la reorganización de los hechos, conforme a una ideología, relatándolos hasta conseguir su legalización. (Algunos la denominan “mentira política”).
El régimen político autor de tales cambios fue electo nuevamente, y después reelecto, poniéndose de manifiesto esa voluntad colectiva de tendencia populista. Todo esto sucede a pesar de la voz débil, frágil e inocua de la llamada oposición, estéril ineficaz e incipiente, ante el embate de la gobernanza vigente: ¡Aplastar a la oposición! no fue difícil.
Hasta que llegó el mes de octubre del año 2019, el movimiento popular interrumpió la gestión de gobierno (en los resultados finales fue sólo una discontinuidad), provocando una renuncia presidencial y un exilio, y no solamente eso, sino que meses después llegó la pandemia, en medio de la cual hubo nuevamente elecciones, y el voto popular repuso el sistema político populista.
En este rodaje del cada día, los bolivianos somos actores en el papel de protagónicos, o de antagónicos; escenas en vivo en el libreto de nuestras vidas propias, donde el ciudadano es lo que hace de él, y la sociedad es lo que hace de ella misma, sin fatalismo ni presunción de destino: somos producto de nosotros mismos: el periódico, la televisión y la radio relatan los hechos, algunos de ellos alarmantes, sobre los cuales comentamos con la gente, encontrando respuestas extremas como esta: “sí, hay corrupción, no nos gusta, pero es peor la otra, la neoliberal”, y sentenciosamente aclara que augurar no es desear, “aún tiene larga vida el proceso de cambio”.
Estas son reminiscencias (solamente acciones y no actores, todos sabemos de quiénes se trata); interpretar los hechos pasados, y explicar lo que en estos días inquietantes sucede, sabiendo por anticipado que es resultado de lo que fuimos, producto de nuestra identidad, y también de lo que no hacemos, cada uno debe saber el porqué.
Ellos, los del “proceso de cambio” cambian la fisonomía del discurso político; introducen elementos de animosidad emocional. Buscan humillar a la gente que no está de acuerdo con el liderazgo populista, diciéndole al pueblo que la oposición no es parte del juego democrático. Entonces, los populismos tienen como esencia aplastar la diversidad, con execrable conducta con diversos propósitos, entre ellos, desnaturalizar la democracia.