Hace varios años, conversando con una teóloga, le aseguraba que los ateos habíamos contribuido en más de un sentido a la religión. En mi opinión, la idea de intercambiar ideas y plantear objeciones había servido para que los creyentes reflexionen sobre sus certezas y afinen sus argumentos (al menos la fracción más inteligente). Adicionalmente, y no es poco, los ateos del pasado abogaban por cierta tolerancia a nivel social y separar Estado y fe. Estoy seguro de que lo último hizo bastante bien a la religión, pues nada es más corruptor que el poder.
Obviamente, en estas charlas con personas de fe, aclaro siempre que no me comparo con los grandes pensadores ateos del pasado. Mi ateísmo no resulta de la razón, sino de un problema psicológico. Es algo así como una dislexia espiritual, o peor, una forma de ceguera, tristemente. Todavía no pierdo la esperanza de curarme, algún día.
Hoy, sin embargo, me temo que no podría defender a los ateos con la misma convicción. Por alguna razón, parece que el mundo se ha llenado de ateos rabiosos y fanáticos, convencidos de que es necesario destruir la religión. Y eso no es lo peor... lo verdaderamente triste es que carecen de argumentos. Cuando mucho, repiten lugares comunes como si fueran verdades irrefutables. Más grave aún, estos loquitos leen la Biblia con una literalidad absurda, como si fuera un artículo de prensa, sin matices ni distancia. Son casi analfabetos... ¿Será culpa de las redes sociales o de un sistema educativo fallido?
Imagino que la moda del ateísmo militante pasará con el tiempo. No creo que dicha moda responda a las inquietudes espirituales de personas sanas. En el mismo sentido, los sucedáneos de la fe, como ciertas ideologías o el neopaganismo light, no aportan absolutamente nada a sus víctimas.
Mientras tanto, es una pena no poder hablar de estos temas de manera respetuosa y serena. Solía valer la pena...