En este momento de crisis e incertidumbre, no extrañaría a nadie que el presidente Arce esté valorando la posibilidad de reducir el gasto público en el rubro de sueldos y salarios para los más de 453.000 empleados públicos que existen en el país y que están consumiendo el 58% del presupuesto del Estado. La reducción salarial es necesaria y apremiante para equilibrar de una vez por todas el presupuesto general y ante todo para promover la austeridad fiscal. Sé que es imposible, pero no tengo razón alguna para ocultar mi antipatía por la burocracia estatal, y sin ningún tipo de rubor diría que el enemigo público número uno, en este estado de cosas, no es otro que el empleado público.
Es ese personaje típico que exige que sus carencias básicas sean cubiertas con dinero público. Poco cuesta afirmar que es gente contagiada de flojera endémica y corrupción. Una gran parte de ellos medra en oficinas públicas que no tienen ningún beneficio tangible en la urgencia nacional que ahora vivimos; y me refiero a esos ministerios donde se han consagrado los máximos ideales del progresismo europeo y que están vinculados con la protección de conceptos inválidos, como la promoción de la energía nuclear y el desarrollo satelital, y todo lo que tiene que ver con el antiimperialismo y el anticolonialismo, por ejemplo. En esas oficinas debería comenzar de una vez por todas la racionalización del gasto público, y ante todo se espera el sinceramiento del Presidente para redireccionar los recursos públicos en la satisfacción de necesidades perentorias y el fortalecimiento de reservas internacionales netas.
La única solución viable es la reducción salarial o despidos masivos sin que se afecte la calidad de los servicios obligatorios y básicos. Sin duda, esta emergencia podría provocar ciertas tensiones laborales y conflictos sociales por la gran cantidad de personas que se encontrarían en la calle de la noche a la mañana, pero sin ninguna trascendencia en el ámbito del diario vivir porque se convertiría en un problema interno del partido de Gobierno y sus apéndices. Incluso los desempleados públicos podrían volver a sus faenas rutinarias que las ejercían antes de optar a un puesto de Gobierno. Volverían a cultivar la tierra o cuidar animales, al comercio minorista o la artesanía, entre otras actividades lucrativas. Aquí es donde el Estado juega un papel importante para facilitar ese proceso transitorio entre la liquidación de empleos públicos y la apertura de grandes oportunidades para el desarrollo de la actividad privada en el comercio, la industria y la prestación de servicios.
Con seguridad, algunos agitadores comunitarios y progresistas reclamarán por la disminución de la moral y la motivación en la burocracia estatal o la disminución de la capacidad de respuesta de los servicios públicos, pero el ciudadano común sabe que en este pobre país desde que asumieron los masistas, la calidad de los servicios está por los suelos y mal podría operarse una disminución en la calidad porque más bajo no se puede caer. No se trata de despedir a los 453.000 empleados públicos, sino que con carácter racional se pueden conservar los empleos de necesidad imprescindible y con los cuales el Estado y la nación boliviana podrían sobrevivir en los próximos meses.
Entonces, la solución pasa por cerrar todas las instancias gubernamentales que no son importantes para el logro de los fines estatales dirigidos a las urgencias vitales. Y de ser así, se obtendría mayor eficiencia en el sector público, la reducción del gasto y la reasignación de recursos a los sectores transcendentales. Paralelamente, y de manera sincera, el Gobierno debe crear oportunidades y fomentar el capitalismo con las sanas reglas del libre mercado, reduciendo requisitos y cargas fiscales para crear empresas privadas, a partir del trabajo autónomo en las micro y pequeñas empresas; además, estimulando entre los jóvenes el emprendimiento privado y productivo, sin que se contagien con la empleomanía, que ha parasitado a Bolivia desde hace casi 200 años de vida republicana y más de 300 de vida colonial.
Lo que menos debe hacer el Presidente es crear falsas expectativas de que un futuro próximo se crearán o reabrirán instancias estatales para cumplir unos supuestos discursos que no se traga la gente decente.