Javier Milei, el nuevo presidente de Argentina (para el que no lo sepa), ese de las patillas de torero andaluz, el que no fue capaz de soportar la muerte de su compañero del alma –su perro– y lo hizo clonar por tres, tiene, como Hamlet, algo de “método en su locura” (o al menos coherencia), y se reconoce libertario. Este mérito tiene. No como los de aquí que quieren hacerse pasar por liberales. Si no es para confundir a la opinión pública, no se entiende por qué.
Ese Milei ha hecho bandera de la libertad, convirtiéndola en estribillo grosero y metiéndola en el nombre de su partido: “La Libertad Avanza (LLA)”. Esto antes incluso de que hubiera dado un solo paso. Sus seguidores seguramente creyeron que, una vez él en el poder, la libertad iba de hecho a avanzar. Pero, por el momento, no sólo no está avanzando él en implementar su ambicioso plan de acabar con la casta y destruir el Estado, sino que, lo que es más grave: la libertad que afecta a la gente de a pie está en retroceso.
La derrota de su ley ómnibus en el Congreso era previsible. Con menos de 15% de los diputados y 10% de los senadores, la tenía muy difícil. Pero su derrota no es solo prueba de su incapacidad de negociación, sino del desatino de presentar semejante mamotreto con 664 artículos salpicado de barbaridades. Pero, aunque por el momento esté detenida su reforma, ya se puede ver cómo se recortarán las libertades.
La primera libertad sacrificada es la de expresión. El texto inicial incluía el absurdo de considerar como manifestación que tres personas (¡tres!) o más se juntaran en un espacio público y, por lo tanto, había que pedir autorización al Ministerio de Seguridad. A Milei le gustaban las manifestaciones cuando eran para oír rugir al león, pero ahora les ha comenzado a perder el gusto y no sólo quiere prohibirlas, sino dar más libertad a la Policía para el uso de armas en la represión. El proyecto de ley “ampliaba el abanico de pretextos de los policías para disparar sin preguntar” (Página 12).
Dice bien de la cordura del Congreso argentino que cosas como ésta hayan sido rechazadas. Milei, naturalmente, está furioso y ha volcado su furia contra los escépticos y opositores y la purga y la venganza han comenzado con destituciones y recortando los presupuestos de los “traidores que votaron contra el pueblo”.
A un hombre al que le gusta imponer su voluntad le costará gobernar en democracia. “La soberbia obnubila”, dice apropiadamente un columnista del mismo periódico.
Ésta no era la única disposición contra la libertad en su propuesta. Estaba también la de que los jueces debían vestir obligatoriamente toga negra. Milei quiere imponer cómo se visten los jueces.
Pero si hablamos de injerencia en las libertades individuales, más grave que el color del traje de los jueces es la ley en preparación que revierte el derecho de las mujeres de optar por un aborto clínicamente seguro. Otra vez aquí es el Estado el que va a decidir sobre el cuerpo y la vida de las mujeres. ¿No era que el Estado debía desaparecer?
Para que no se diga que no reconozco el aumento en las libertades que está trayendo el Gobierno de Milei es justo mencionar que si se aprueban sus leyes, quienes contraten a trabajadores gozarán de la libertad de mantenerlos a prueba ocho meses, y no los tres de antes, y tendrán también la libertad de hacer que las mujeres gestantes trabajen hasta 10 días antes del parto. ¡No digan que esto no es un avance en las libertades de los empresarios!
Todo esto es una muestra de la incoherencia del programa libertario, que iza con bombos la bandera de la libertad, pero la única que le preocupa de verdad es la que conviene para hacer negocios. En esto, una vez más, Milei no esconde sus cartas. Lo dijo en Davos: sus “héroes”, los verdaderos “benefactores sociales”, son los empresarios. Sólo que en vez de benefactores parece que serán los mayores beneficiarios.
En cuanto a los demás, para la gente de la calle… ¡al carajo la libertad!