Vladímir Putin no es todavía el dictador supremo en Rusia, pero ganas no le faltan. Desde muy joven estuvo en el trabajo sucio de la KGB, como un agente eficiente, serio, frío, desalmado, siempre buscando padrinos para ascender, o cambiándolos cuando aparecía otro que le resultara más favorable. Eran las mismas formas de ganar espacios en la era estalinista: no valían las aprensiones ni los escrúpulos. Así llegó hasta a conquistar la confianza plena de Boris Yeltsin y a ocupar, mediante elecciones, la presidencia del Estado. Sin embargo, jamás mantuvo, en su fuero interno, gran simpatía por Gorbachov, aunque era un gran simulador, y odió la disolución de la Unión Soviética.
Si Stalin fue un dictador brutal y cruel, que, mediante las “purgas” eliminaba de la faz de la tierra, sin contemplación ni disimulo, a cientos o miles de quienes creía sus enemigos, tuviera certezas o no, Putin —o su servicio secreto que nunca actuará sin su consentimiento— elimina a sus críticos selectivamente, es decir que los escoge. Envenenamiento, un accidente extraño, suicidios dudosos, un balazo en plena vía pública, neumonía en el gulag, o un desastre aéreo.
Stalin desataba las “purgas” en cualquier momento y el terror se apoderaba de toda la población rusa porque nadie, ni el comunista más fiel, podía estar seguro de no haber sido intrigado por la NKVD, que manejaban esa pareja de esbirros vengativos y canallas que eran Yetshov y Beria. De los cientos de autores rusos que relatan la era soviética bajo Stalin, basta con leer a Pasternak, Grossman o Solzhenitsyn, para que los hechos le provoquen una terrible angustia al lector.
Ya no existe el “padrecito” Stalin, desapareció la URSS, pero Putin quiere reconstruirla uniendo a todos los pueblos eslavos. No podrá, como Stalin, tomar media Europa, porque no ha vencido en una guerra tan pavorosa. Pero, para expandirse hacia occidente, está empeñado en derrotar a la heroica Ucrania en una invasión que le está costando demasiadas vidas y un gran desprestigio. Antes ya se había anexado Crimea, y también tomó el control de Chechenia y Georgia, como parte de la Federación Rusa. Tiene como fiel aliado al dictador bielorruso Lukashenko, que es otra cuña rusa en los límites con occidente. ¿Qué más ambiciona Putin? Al parecer, mucho más.
La muerte infame de Aléxei Navalni, un adversario de cuidado para Putin, en una cárcel en el Ártico, donde es imposible llegar sin un permiso especial, señala claramente que su final, fuera como fuere, ha sido inducido como en las épocas del estalinismo. Además de que Navalni ya había sido envenenado estando preso en Siberia y tenido que evacuar hasta Alemania para salvarse gracias a las gestiones desesperadas de su esposa Yulia, que ahora acusa a Putin de ser “personalmente responsable” de su muerte. Y el mundo lo cree así, por los antecedentes de anteriores asesinatos que han quedado en el misterio pero que no engañan a nadie.
No hace mucho, Prigozhin, el temido jefe del grupo mercenario Wagner, acabó calcinado entre los restos de un avión. ¿Un accidente fortuito? Nadie lo ha creído así. Similar a aquel avión que durante las “purgas” de 1937 y 1938 se estrelló y murieron todos sus pasajeros militares, cuando se suponía que en la nave estaría el mariscal Tujachevsky, enemigo de Stalin, que no abordó el avión. Que hayan muerto todos los pasajeros y los tripulantes no les ha importado un rábano a quienes, rabiosamente, buscaban a su víctima.
Putin no puede esconder su sevicia enfermiza cuando se trata de mantenerse en el mando. Algo de turbación mental tiene que existir en un sujeto que desata una guerra terrible contra su vecina Ucrania, pero que, al mismo tiempo, ya está amenazando a la OTAN, a todo occidente, con desatar una hecatombe. Suponemos que el poder atómico es disuasivo, que desalienta a una guerra nuclear porque sería el fin del planeta. Pero, en una mente extraviada, para quien la vida no tiene ningún valor, el peligro es evidente.
He leído con mucho interés una nota de Brújula Digital del sábado pasado, y he quedado perplejo por la cantidad de crímenes (no son accidentes) que se han cometido en Rusia, en los últimos años, contra personalidades no afectas a Putin. Son 27 las víctimas. Están, por supuesto, Navalny y Prigozhin, pero, también corajudas periodistas mujeres, políticos, parlamentarios, hombres de negocios, oligarcas de la nueva Rusia, ejecutivos de grandes empresas, en fin, es algo atroz. El veneno (polonio y talio) es protagonista de algunas muertes; el ahorcamiento aparentando suicidio, el apuñalamiento de carnicero, y como no podía faltar el asesinato por arma de fuego, ya sea en la misma vivienda de la víctima o en plena calle, mediante un francotirador. Y no ha existido inconveniente, como durante el estalinismo, de matar, asimismo, al cónyuge y a los hijos del indeseable o encerrarlos en una mazmorra helada. Mientras tanto, la justicia sumisa y canalla de las llamadas democracias populares guarda un ruin silencio.
Es por eso que Yulia Navalnaya, la viuda de Navalni, la que temerariamente señala a Putin por el asesinato de su marido, la que lo dice abiertamente y sin miedo, debe tener cuidado porque a los envenenadores, ahorcadores, acuchilladores y francotiradores, se los puede encontrar en cualquier sitio. Forman parte de la legión de asesinos que han sido reclutados para despejar el camino del nuevo Stalin.