“No quiero que a las mujeres se nos dé algo por el hecho de ser mujeres. Que se nos dé si lo valemos, pero que no se nos quite por el hecho de serlo”, decía en una entrevista la científica española Margarita Salas.
Un artículo de National Geographic relata de manera interesante los avances realizados por mujeres en varios campos de la ciencia. Pero también lanza cifras, aún alarmantes, de la escasa inclusión y reconocimiento de las mujeres en el campo científico. En los 122 años que existe el Premio Nobel, de las 895 personas ganadoras, tan sólo 61 son mujeres. Y focalizando los números en las categorías científicas, de las 639 personalidades que recibieron los Nobel de física, química y medicina, la cifra de mujeres baja aún más, pues tan sólo el trabajo de 24 científicas fue valorado.
Aún son pocas las mujeres reconocidas y muchas las invisibilizadas en el ámbito de la ciencia. Durante gran parte de la historia, desde Hipatia, una de las primeras mujeres matemáticas de la historia, lanzada a la hoguera, hasta las ignoradas en la actualidad, las mujeres dedicadas a la ciencia y a la investigación han tropezado con escollos a la hora de hacer su trabajo y no han sido apreciadas por sus logros.
En cambio, los científicos varones siempre han gozado de oportunidades de empleo y educación que les posibiliten el acceso a grandes y prestigiosas instituciones. Los estigmas y prejuicios sobre las mujeres prevalecen y les quitan la oportunidad de desarrollarse por el mero hecho de ser mujeres. La creencia de que la ciencia es un campo masculino o que las mujeres no pueden porque es un ámbito difícil y espinoso han sido barreras para su acceso a puestos en los que puedan desenvolver su intelecto, hacer avanzar la ciencia y constituirse en modelos a seguir para niñas y jóvenes de generaciones futuras.
Así le sucedió a la genetista Kono Yasui a quien se le permitió estudiar fuera de Japón a condición de que cursara “estudios en economía doméstica” junto con su investigación científica y que comprometiese su vida a su trabajo, sin casarse. En 1927 se convirtió en la primera mujer japonesa en doctorarse en ciencias y se centró en el estudio de la estructura del lignito, el carbón y el carbón bituminoso en Japón. En 1945 comenzó un estudio de las plantas afectadas por la lluvia radiactiva después de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki.
En el océano científico, cuando las mujeres contra viento y marea realizan algún descubrimiento, eureka, son sus pares masculinos quienes se llevan el reconocimiento.
Así sucedió con Rosalind Franklin quien descubrió la estructura del ADN y fueron tres colegas varones que recibieron el reconocimiento. O el caso de Agnes Pockels, un ama de casa a quien le negaron el acceso a la universidad por ser mujer, pero desarrolló un dispositivo pionero para medir la tensión superficial en grasas y aceites experimentando con sus detergentes caseros, ella pasó desapercibida por su descubrimiento y fue Irving Langmuir quien recibió el Nobel por el perfeccionamiento del trabajo de ella. Y el caso de Lise Meitner “madre de la fisión”, a pesar del reconocimiento actual, en 1944 eureka, entregaron el Nobel a su compañero de laboratorio, que ni siquiera la mencionó en su discurso.
En el país tenemos a la bióloga Kathrin Barboza quien junto a una colega redescubrió al murciélago nariz de espada, una especie que se creía extinta en Bolivia durante más de 70 años. En 2012, se convirtió en la primera científica boliviana en recibir una membresía de la Unesco para Mujeres en Ciencia.
El 11 de febrero se celebró el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Con todos los obstáculos que las científicas tienen que sortear, ¡que vivan las inventoras y descubridoras que trabajan contra viento y marea!