Todos saben que el delito en general responde a causas exógenas y/o endógenas. Diremos algo solo respecto de las primeras.
La base económica de la sociedad en gran medida determina el tipo de relaciones sociales. Para el caso, el sistema imperante da lugar al crecimiento de la pobreza, no del bienestar. El hambre y la miseria provocan la pérdida de valores humanos obligando a muchos a la práctica de procedimientos execrables, aunque claro está que existen canallas con holgura económica que viven estafando, robando o matando movidos por la ambición, en este último caso se podría decir que se vive la era de los “sinvergüenzas”.
Uno de los rostros de esa calamidad social es la desestructuración de la familia debido a que sus miembros tienen necesidad de suplir sus necesidades básicas para sobrevivir obligando a que cada uno se convierta en un “productor” que toma su propio camino individual descuidando las funciones del hogar.
Tal como describíamos hace años en un artículo titulado “La familia se está muriendo”, la familia estaba organizada, cada miembro de ella cumplía un rol determinado como respondiendo a una ley física que determina que cada cosa esté en su lugar. El padre para el hogar tenía obligaciones específicas que cumplir, la madre otras que desarrollar y los hijos, siguiendo la educación de sus padres, cumplían las reglas que les correspondían.
Con la involución del sistema social imperante tal orden familiar está haciéndose añicos. El hombre se lanza a las calles a trabajar, si es que puede, y si no encuentra trabajo roba, estafa o comete cualquier delito porque la pobreza así le impone. La madre ya no es el “ama de la casa”, se ve obligada a dejar el hogar para ganar el pan de cada día, es decir cumple las mismas funciones que el varón y adquiere las mismas formas de vida de éste.
El hombre hace su vida “como quiere”, se reúne con los amigos, se embriaga, practica todos los vicios que le agraden, incluso incursiona en la política olvidando los deberes para con su familia. La mujer hace lo propio, como quiera que tiene fuente laboral, se reúne con sus compañeras, compañeros y con los “jefes”, generalmente políticos, descuidando el hogar.
Los hijos caminan por su lado sin rumbo ni concierto, en el mejor de los casos atontados con los ojos y la mente fijados en el celular y en graves ocasiones envueltos en el pandillaje, en el consumo de sustancias peligrosas, cuando no insertos en el tenebroso tráfico de menores.
El padre y la madre sumidos en ese cieno social, laboral e inclusive político, con facilidad de caer en infidelidad. Los celos, emergen dentro de la llamada igualdad de roles entre el hombre y la mujer. Surgen desavenencias por conveniencias materiales y dinero. El hombre al presumir o comprobar la infidelidad arremete violentamente contra ella, muchas veces provocándole la muerte. El hogar está destruido
Las denominaciones de asesinato y homicidio resultan inservibles para el activismo político financiado desde poderes internacionales, de ahí que tales denominaciones han sido sustituidas por el de “feminicidio” para promover “movimientos sociales” en presunto favor de las mujeres. La mujer encontrará su libertad plena solo cuando se opere el cambio de sistema social.
Ante esta “nueva normalidad” de nada sirven reformas constitucionales, elecciones judiciales, endurecimiento de penas, si se continúa profundizando la crisis del sistema social. Paralelamente véase el crecimiento de crímenes espantosos, de actos antisociales, de terribles accidentes culposos durante el carnaval, siendo pertinente fijarse también en el triste nivel cultural de gobernantes, senadores, diputados, alcaldes, jueces y magistrados.
El Estado fallido se está consolidando.
El autor es jurista