Pedro Portugal dedicó su juventud al indianismo, la prisión y el exilio europeo. Los años sedimentaron sus conclusiones. Entre ellas, el escepticismo de su último libro: El MAS y la degradación de la Pachamama en pachamamismo. Allí, el autor es racionalista, si bien reconoce el poder del mito y la invención de la tradición en la política, les advierte un lado tóxico. La historia de Bolivia, sostiene, es una sucesión de injurias y lisonjas al indio, también como terapia criolla o europea de sus propios males. A nombre del indio habla casi cualquier tradición política. Se crea así un indio “artificial” que perpetúa el dominio colonial. Contra todo eso polemiza este libro.
Para el autor, Evo cosechó la siembra de Felipe Quispe, con ayuda de las ONG y del temor criollo. Ahí se entronizó el pachamamismo, una corriente entre “esotérica, mística-religiosa y panteísta”. Un dualismo que exotiza y folkloriza lo indígena, para ubicarlo por sobre lo occidental, pero en desmedro de la etnicidad existente.
Con ánimo controversial, el libro aplica la genealogía a varios lugares comunes del pachamamismo. Así, detrás del chacha-warmi está el matrimonio católico. Los yatiris reflejan también la liturgia católica al pasar la cruz con la mano sobre las hojas de coca o llamar a la Virgen. La justicia incaica —o actualmente la comunitaria— es la mezcla del castigo y el miedo, no el fruto de arcanas creencias.
La historia prueba, a juicio de Pedro, que el pachamamismo es un invento joven. Katari y los lupaqas no incendiaban templos católicos. Pazos Kanki, un aymara, no tenía temor a ser universal ni a predicar que “las culturas indígenas y española podrían combinarse en una grandiosa civilización”. Zarate Willka tampoco llenó sus proclamas de especificidades culturales. Los caciques apoderados se preocuparon por educación y tierra, no porque se les atribuyera una mentalidad superior. El modernizante Portugal dice, mordaz, que aquí el prestigio político se logra mejor regalando tractores, como lo supo el Mallku y emuló luego Evo.
El pachamamismo nos llegó por vía peruana con conexión europea. Portugal relata (de nuevo) cómo el aprista Guillermo Carnero Hoke ideó frases exitosas como esta: “el indígena es la reserva moral de la humanidad”. Pero, en última instancia, el pachamamismo nació en ciertas manías de occidente. En el orientalismo, esa representación de los pueblos asiáticos que los caricaturiza e inferioriza. En el Magical Negro, esa figura, sabia y críptica, siempre accesoria al blanco. Añado que la primera estatua de Cuauhtémoc no fue obra de la revolución mexicana, sino del porfiriato positivista, sediento de legitimidad en la “invención de lo autóctono”. Finalmente, los marxistas devinieron en ambientalistas, indigenistas o feministas, repuestos urgentes del declive proletario.
Portugal recuerda que Frantz Fanon no fue culturalista. Y que los egipcios modernos no volvieron a construir pirámides para afianzar su cultura ni los chinos se dedicaron a reditar la ceremonia del té. El multiculturalismo esencializa las identidades, pero los indígenas no poseen una sola cosmovisión, no les está negada la pluralidad.
Los indios no son válidos por ser “raros”, aduce el autor. Por el contrario, han de revisitar su pasado, corrigiéndose incluso, para construir su futuro. La miseria del pachamamismo, diría Pedro, es que los indígenas del mundo andino se afirman menos en los ritos que se les imputan que en el saber racional. Ese con el que domesticaron la papa para convertirla en chuño. El conocimiento que ha dado lugar ahora al “auge de los qamiris, cuya vitrina es la ciudad de El Alto; la territorialización del contrabando en comunidades colindantes con países vecinos, la hegemonía de ‘cooperativas’ mineras, extractivistas y depredadoras del medio ambiente…” (!).
Pedro exige abandonar la suplantación del indio. Su sueño quizá tiene que ver con ese augurio de Spengler: la decadencia de Occidente llegará cuando los pueblos no blancos le disputen la hegemonía con la tecnología occidental.