América Latina es mágica, también cruda, desigual, violenta y esperanzada. Aún nos falta superar los índices de pobreza y exclusión que nos dejan atrás. Y las niñas y niños cuyas familias tienen niveles de ingreso inferiores al mínimo vital, siguen sujetos a su suerte. Las políticas sociales en muchos países de la región son bienintencionadas, declarativas y epidérmicas.
Por eso el futuro de tantas niñas y jóvenes es incierto. En mi primer trabajo en educación no formal en Bolivia conocí a Vicky, era muy joven, tendría unos 14 años. Asistía al proyecto para niños y jóvenes vulnerables a mi cargo en el Centro de Multiservicios Educativos (Cemse), una institución de los jesuitas en el macrodistrito centro de La Paz. Era del grupo de las chicas grandes, pronto se volvió mi ayudante. Era inteligente, vivaz y solidaria. Me ponía al tanto de las dificultades de otros chicos para pagar unos pocos bolivianos por el refrigerio nutricional que venía enmarcado en el proyecto.
Parte de mi sueldo se iba en cubrir el dinero faltante. Sabía lo importante que era esa comida para ellos. La madre de Vicky era una cholita que no había aprendido a leer ni a escribir. Sus tareas eran de limpieza en el edificio de tres pisos de la organización no gubernamental. Así que de un día para otro me convertí en una especie de tía para Vicky. Recuerdo que ella escribía muy bien y era buena con los razonamientos matemáticos. Y, por supuesto, su liderazgo era natural.
No sé si la violencia que ejerció la pareja de su madre contra ella fue en esa época o después. Me inclino a pensar que durante esos dos años que fui su tutora Vicky gozo de algún tipo de protección. Cuando renuncié a ese trabajo para incursionar en el gobierno local, una parte de mi corazón se quedó allí. Mis nuevas tareas y aprendizajes llenaron mi tiempo por completo. Sin embargo, seguía conversando con mis antiguos estudiantes Vicky y Ramiro de manera esporádica. Pasó algún tiempo, quizás unos años y un día me llama Vicky de un centro de retención para jóvenes llamado “El Trono”, me pedía ayuda para salir de ahí. Luego hablé con ella, había terminado de prostituta en la plaza Riosinho, La Paz, abusada por el marido de su madre y con un hijo a cuestas.
He pensado en ella a lo largo de estos años con el dolor de una profesora que se sintió impotente frente a la dureza de las condiciones de vida y oportunidades para las niñas y adolescentes de los sectores populares de Bolivia. ¿Dónde hubiera llegado Vicky si sus condiciones de vida hubieran sido otras? He tenido presente esta historia y sus enseñanzas en mi práctica de docente universitaria. La llevo en mi alma y en cada jovencita boliviana a la que he ayudado a conseguir una beca, la vuelvo a encontrar con su mirada repleta de futuro.
La violencia contra las niñas, niños y jovencitas comienza por lo general en el lugar más seguro: su propia casa, y es necesario que maestras y maestros en las escuelas estén atentos a cualquier señal de vulneración de derechos contra ellos, para denunciar a los autores y coordinar acciones con instancias especializadas. Las niñas, niños y adolescentes deberían ser sujetos de especial preocupación de los Estados de América Latina mediante políticas públicas efectivas. La historia de Vicky es una alerta de que la protección y garantía de una niñez y juventud sin violencias es una tarea ineludible del Estado a través de los funcionarios públicos, y que los maestros y maestras de la educación regular también tienen a su cargo la protección y el resguardo de niños, niñas y jóvenes y de su dignidad.