¿Cuál de los Gobiernos es más corrupto? ¿Cuál de los Gobiernos tiene más ministros destituidos y encarcelados? ¿Cuál de los dos presidentes esperó hasta el límite antes de pedir a uno de sus colaboradores que deje el cargo ante lo aplastante de las evidencias? “Esto no es nada, hay mucho más”, dice uno de los competidores en la guerra de los inescrupulosos. Pero no denuncia de inmediato, sólo mide, calcula el desgaste del otro, planifica el momento del siguiente golpe, del titular demoledor, de la fotografía filtrada, del ebrio o el ladrón, del extorsionador o el sinvergüenza.
Es la era del lodo, del ventilador encendido que arroja podredumbre en todas las direcciones. La corrupción se pasea por los pasillos del poder, va y viene sin que, a fin de cuentas, haya nada o nadie que la detenga. Es el espectáculo de nuestras miserias, de la mirada cómplice, del así nomás son las cosas, del hasta cuándo seguirá así este país.
La destitución y detención del exministro Juan Santos Cruz es sólo un episodio más entre muchos que se desconocen. Todo indica que este señor, como tantos en los últimos años, cobró coimas millonarias para adjudicar obras y compró decenas de inmuebles a través de palos blancos.
No es el único presunto delincuente, pero posiblemente sea uno de los más cínicos. Su nombre se añade al de otros exministros, al de responsables de administrar fondos indígenas, al de los que permiten un pisito más fuera de norma porque, “total después se arregla”.
Es un secreto a voces que toda adjudicación tiene un precio, que ahora se cobra más que antes y que la estructura de la recaudación mafiosa alcanza a todos los niveles.
Detrás de cada obra, de cada construcción, de cada bien adquirido por el Estado, de cada licitación, hay toda una maquinaria que comienza a moverse, una estructura paralela de recaudación para el partido y sus representantes, un 10, un 15 y hasta un 20% para cerrar el trato.
“Si quieres ganar tienes que entrarle. No soy yo el que pone el precio. Ya sabes, todo viene de arriba”. La narrativa del delito lo contamina todo, es el murmullo que se escucha entre los escritorios, el apretón de manos final, la palmada en la espalda del ladrón que se sabe protegido.
Nada de esto es nuevo. Otros cayeron en desgracia en el pasado por las mismas razones, pero muchos “aprovecharon” el momento y salieron por la puerta trasera para no ser descubiertos.
El “puede aprovechar” no figura sólo en la rutina del pasajero que arriesga el pellejo en medio de una calle o del transportista que detiene su vehículo en cualquier parte. Por desgracia, es el santo y seña de una cultura tolerante con los avivados, con los “pendejos”, los “peines” admirados tristemente por sus fechorías. “Hasta para robar hay que saber”, dicen.
Este es un país en el que ya no se puede confiar ni en los curas. Detrás de algunas sotanas andaba suelto el diablo. Muchos lo sabían, pero nadie lo decía. Es lo mismo que ocurre en las esferas del poder político. Todo mundo sabe que el otro ya no es el mismo, que multiplicó sus cuentas y sus bienes desde que llegó al cargo, pero el silencio se impone, se corre la cortina detrás de la cual se acumula lo mal habido, hasta que la mierda desborda las cloacas.
Todos pierden en la guerra de los inescrupulosos. El que “dispara” y el que responde. Nadie se libra del estigma, ni del desprecio, ni del asco. No hay más o menos corruptos. La deshonestidad no se evalúa por grados. En el “corruptómetro” se mide sólo el tamaño de la mancha.
Es deprimente la sensación de vivir en el lodo, de saber que la honestidad, esa palabra olvidada, no está invitada casi nunca al festejo de los poderosos, que la corrupción es una suerte de fatalidad y que en todos los gobiernos habrá siempre uno o más “Santos” y otros que estarán dispuestos a sumar billetes al cajón de la vileza.